Culinariamente, el tres de febrero, pasado el día de la Candelaria, ya comenzaban a olerse los carnavales: los más atrevidos, o los más golosos, empezaban a introducir en su dieta las exquisitas tortillas, que con su olor a huevos, limón, canela y anís preludiaban ese tiempo, entonces sólo de tres días (más la propina del siguiente, llamado Domingo de Piñata) en que se consentía un cierto nivel de locura y desparpajo antes de entrar en los rigores de abstinencia, ayuno y cierto grado de mortificación de la Cuaresma.
El anterior, llamado por la Iglesia Domingo de Quincuagésima, cincuenta días antes de la Pascua de Resurrección, se celebraba el Domingo de Carnaval; que se extendía también el lunes y el martes siguiente; el Miércoles de Ceniza, la Cuaresma y el Entierro de la Sardina acababan con todos los excesos consentidos durante este paréntesis. El Carnaval tenía entonces en Teror y otros muchos lugares ese aire de entronque rural que denotaba su origen y que en la actualidad ha perdido; al contrario que hoy en día no se buscaban grandes disfraces ni prendas sofisticadas sino aquello que ayudaba a crear un aspecto de mayor desaliño aprovechando lo viejo, lo caduco, lo inservible. Por ello, por esa simpleza en las pretensiones, el Carnaval logró pervivir en los campos canarios pese a las prohibiciones de tantos años de intransigencia ante estas fiestas.
Los caminos de Teror vieron, como los de toda la isla, los grupos de niños y algunos de adultos, con la cantinela del ¿Me conoces, mascarita? y ¡Una peseta o un huevito! La cuestación de dinero, que viene de la antigua “fisca” que se pedía en siglos pasados, se solicitaba para continuar antiguas tradiciones relacionadas con ritos culinarios de estas fechas en las que era costumbre pedir la comida que se iba a consumir con motivo de la fiesta. Como afirma Julio Caro Baroja, en Carnaval no había freno y el pecado de la gula era el que se consideraba como lo contrario de la abstinencia y el ayuno. Nos dice también en su excelente trabajo sobre esta fiesta que hasta cierto punto, el Carnaval reglamentaba la gula porque imponía:
– El comer determinadas cosas, en general de mucha sustancia.
– El modo de comerlas.
– Determinadas cuestaciones para recoger estos alimentos.
Mi antecesor en el cargo, don Vicente Hernández, me contaba que corrían los carnavales en Teror unos parranderos populares, como Francisco Melián, conocido por Pancho Francisco, al que también llamaban parrando, y que aparecía por las calles del pueblo en la mañana del domingo vestido como una especie de Pierrot.
Otro parrandero popular era Manuel Domínguez Suárez, hombre muy ingenioso que tenía facilidad para versificar y cantar aires de la tierra: hilvanaba unas frases dichas con gracia a la medida de un verso…. Manuel Domínguez era hombre del mundo de la labranza, también fue arriero; vivía en El Chorrito… Una persona vivaracha, enjuto de carnes, de mediana estatura, fumador en pipa, ocurrente, que encontraba la palabra exacta para expresar lo que pensaba o sentía; animaba los velorios, las últimas y descamisadas del vecindario,…
En tiempos, al toque de oraciones por las campanas de la iglesia, a la prima noche, la gente se descubría y rezaba el Ángelus; una anécdota refleja el arraigo de esta expresión de la religiosidad popular.
Manuel Domínguez, que corría siempre los carnavales, el Martes de Carnaval iba una vez de juerga con el timple, y al tocar a oración, recitó:
Párate y reza primero
la oración qué Dios te manda,
luego sigue la parranda,
pedazo de bandolero”
Pero al fin llegaba el Miércoles de Ceniza, en el que se quemaban los olivos y palmas que se habían sacado a la calle el Domingo de Ramos del año anterior, para preparar la ceremonia de la ceniza de la liturgia de la tarde, en la que se recordaba a los fieles por medio de su imposición, su condición de mortales (lo de “pulvis eris et in pulvis reverteris”, “polvo eres y en polvo te convertirás”).
El comienzo de la Cuaresma tradicionalmente significaba un periodo marcado por la preparación para la Semana Santa; una de las pocas ocasiones, todo hay que decirlo, en que nuestros abuelos podían lucir galas en la calle y, pese al general ambiente un tanto tenebroso, tener un tiempo, en el fondo, para hacer fiesta, para fortalecerse como comunidad social, como pueblo..La cuestión del ayuno y la abstinencia era primordial pero ello movía por otra parte a ser inventivos.
Nuestros sancochos con cherne salado, mojo y pella de gofio, o los tollos compuestos, (que de ayuno tienen poco) se han mantenido con fuerza en la cultura culinaria de la tierra por cuestiones como las celebraciones cuaresmales y las de Semana Santa.Los viejitos que conocí de niño me contaban que a partir de hoy se separaban los gallos de las gallinas, se tapaban con telas los espejos de las casas, y (pasados nueve meses) si alguna daba a luz, las cuentas se sacaban rápido para ver si la cuestión se había gestado durante la abstinencia cuaresmal (“entre santa y santo, pared de cal y canto”, me decían)… Todo un mundo cambiado ya, (yo creo que para bien) aunque todos seamos libres para caminar por la vida como mejor se nos apetezca.
La figura de San Antonio Mª Claret, sus misiones en Gran Canaria en 1848, la fuerza que en los años siguientes tuvieron sus palabras, recordadas durante generaciones; o la presencia de sus enseñanzas en el devocionario “Camino recto y seguro para llegar al cielo” escrito por él (la gente de Teror lo citaba simplemente como “Camino recto…”) tuvieron (es mi opinión) mucho que ver en que en la isla se tuviese actitudes quizá mucho más obcecadas, en este sentido, que en otras islas del archipiélago.
Mi abuelo, llegado este día, siempre me advertía, con fina ironía que no ocultaba, que:
“El Miercoles de Ceniza
se despiden los amantes,
y la mañana de Pascua
vuelven a lo que eran antes”
¿Se imaginan como se pondrían los gallineros la mañana de Pascua de Resurrección?