Es un gozo intenso ver como nuestros pueblos se llenan otra vez de familias y amigos en la época estival. Las casas abiertas, cerradas a cal y canto durante el largo invierno, comienzan a abrir sus puertas y ventanas, y algún que otro geranio, traído del mercado ya florecido, adorna de nuevo los balcones y ventanas. Personas que nos recordamos de niños o de edades juveniles, comenzamos a saludarnos y a revivir aquellos años que, con tan poco, fuimos tan felices.
Añoramos los días de la escuela y nuestras maestras o maestros, que con paciencia nos enseñaron las primeras letras o las difíciles cuentas de dividir. Creímos que eran unas personas muy mayores y ahora nos damos cuenta que eran veinteañeros.
Volvemos a soñar recordando cada vericueto de nuestros paisajes tan personales (caminos, arboledas, presas y montañas) y en cada fotograma de la memoria una experiencia con nuestros padres o con los abuelos o con la pandilla de amigos o con el cura y los monaguillos que salíamos por todo el pueblo. Y miramos los portales de las casas entreabiertas y resucitamos a aquellas personas que las habitaron y cada una de sus anécdotas, que algunas ya forman parte del acervo popular del municipio y repetimos como un mantra todos los veranos.
Parece que brota de nuevo la vida, aunque sepamos que es casi un espejismo del desierto. Que en cuanto pasen las fiestas –y quizás los que ya están jubilados aguanten hasta final del mes de octubre para celebrar al coopatrón San Judas, si no hace mucho frío– comenzará a ser todo un vacío de calles desoladas y casas deshabitadas y silenciosas, con las puertas mudas, con el cerrojo bien echado.
Luego las fiestas del pueblo. Todas son en verano, San Antonio en mi Villa de Moya, San Juan en el municipio de Arucas, Santiago en la Ciudad de Gáldar. Las Nieves en Agaete, San Bartolomé en Fontanales, Santa María de Guía de Gran Canaria, su Virgen y San Roque para en septiembre volver en romería despúes del Pino en Teror y apurándonos llegar a la Aldea de San Nicolás.
El encuentro en los pueblos, en sus fiestas y gracias al verano, al calor que propicia vínculos sociales, la calle, la conectividad exterior. Todo ello mejora nuestro estado de ánimo, aunque la felicidad, como el verano y las fiestas no puede durar siempre.
La felicidad son momentos puntuales, pero muchos momentos puntuales nos dicen si somos felices o no. No se pondría mantener un estado de felicidad permanente porque siempre hay que compararlo con algo, con el invierno, por ejemplo. El frío nos hace guardarnos más, también a nivel emocional.
Disfrutemos pues del buen tiempo, del encuentro con los otros, de estos días más largos, de las vacaciones, ello suele contentar al más común de los mortales.