Siempre escuche hablar del Hierro, “la isla del alma”. Quién la visita queda eclipsado, desconecta del mundo tan tecnológico y consumista que hemos creado y nos acercamos a nuestros auténticos yo.
Una isla que ofrece un sinfín de vistas, momentos, recuerdos que se crean y marcan en nosotros un tiempo donde reflexionamos sobre nuestra vida. Un lugar que conecta mente, corazón y espíritu en la misma acción. Un paisaje que traslada la belleza que tenemos los seres humanos cuando conservamos los valores humanos, las ganas de compartir en cercanía, la calidez de un saludo cordial y la mirada de la bondad.
Una isla llena de oportunidades para ver la vida con una perspectiva más natural, sana, abierta, donde las barreras se convierten en la unión para ayudar al prójimo. Donde se valora y piensa por todos.
Una isla ideal para perderse unos días o perderse para siempre, con tonalidades azules de su mar tan bello, de su color verde alegre de tanta naturaleza y del color de la libertad por ver animales libres en sus campos. Donde cada sitio es un espectáculo cultural y enriquecedor, como si se tratase de un regalo para la vista.
Una isla que te brinda la oportunidad de crecer, de conocerte mejor, de plantearte que quieres en tu vida, de educar a tus hijos de una forma más cercana, de cuidarte más. Está claro que cada isla, tiene su encanto, costumbres, pero lo que he podido comprobar en mi estancia allá, es que es una isla con mucho corazón.
Una isla que te invita a soñar, donde el límite está en vivir de una manera más sana y conectada con el mundo, intercambiando momentos en los que las personas se convierten en familia por esa gran proximidad e interés que existe por el resto de personas.
Una isla donde reina la amabilidad de los herreños, con esa dulzura, sencillez y cercanía. Donde los actos solidarios son pan de cada día, donde las etiquetas por ser diferentes se resumen en: “Todos somos personas”.
Quiero destacar los comportamientos tan bellos de los herreños, las costumbres tan buenas por cuidar todo su entorno, desde la naturaleza hasta llegar a las personas. Donde las tradiciones se continúan y se forjan bellos lazos. Donde comparten siempre todos lo que tienen y dar lo mejor de sí mismos. Donde cada vecino se conoce, se habla y convive en un mundo sin etiquetas, hermoso, justo y con las ganas de ser mejores personas, superándose cada día.
Y así podría continuar describiendo cada lugar, cada persona, cada momento que viví, que sentí, que me enamoro. Porque no solo nos podemos enamorar de las personas, también del mundo, y yo me enamoré de la isla, su gente, su sabor, su olor.
Un lugar, una isla, que merece ser llamada “la isla del alma”, porque allí volví a encontrarme con mi alma perdida. Aportándome la experiencia, que no podemos dejar de insistir en perseguir nuestros sueños, de que aunque a veces todo sea gris, todo a nuestro alrededor está lleno de color. No puedo acabar el texto de mejor forma que dando las ¡GRACIAS! a todos los que me acompañaron en este viaje del cual aún no he regresado, porque todavía sigo soñando despierta.
Patricia Pérez Rivero
Margua