Esta graciosa anécdota le ocurrió a un conocido mío, y que lógicamente no voy a citar su nombre por razones obvias y que entenderán desde que la lean, por lo que utilizaré un nombre ficticio. No obstante no afecta nada a la anécdota.
Andrés es médico y llevaba casado apenas dos meses cuando lo invitaron a comer dos amigos y compañeros de profesión y quedaron en verse en un conocido restaurante de la ciudad de Las Palmas. Era un sábado y llegaron sobre las tres de la tarde que era la hora prevista y después de los saludos empezaron por los aperitivos, siguieron los vinos tintos acompañando a una buena carne y cuando ya estaban con los licores entran en el local tres chicas muy guapas y muy risueñas, muy bien arregladas y con aparentes ganas de marcha. Vamos, como caídas del cielo. Entablan conversación y deciden ir a un hotel del sur de la isla, naturalmente un cinco estrellas, a bailar y «pasar un ratito». Como no cabían todos en un solo coche van dos parejas en el mercedes de Andrés, y la otra chica va con el otro amigo en su coche, también de lujo. Durante el trayecto Andrés se empieza a desinflar y le entran los remordimientos del recién casado y desde que llegan al hotel acordado les pide disculpas a todos y se vuelve para Las Palmas.
Cuando llega a su casa su mujer sale a recibirle desde que le oyó abrir la puerta, él se disculpa por el retraso, ya eran cerca de las nueve de la noche, y su mujer le comunica que papá y mamá están en el salón. Naturalmente va inmediatamente a saludarlos y se disculpa para darse una ducha rápida, (por sí se notara el perfume de la chica), y desde que termina traba también conversación con todos alegremente y contento de no haber caído en la tentación. Cuando ya casi se despedían se le ocurre a su suegra sugerir porque no iban los cuatro a comer al día siguiente al Sur que hacia tanto tiempo que no iba y que ademas era Domingo y le apetecía mucho comer todos juntos. !Quien se podía negar!. Yo inmediatamente, me decía Andrés, dije que por mi no había problemas, por lo que quedamos para salir sobre las doce del mediodía.
Naturalmente yo lleve mi coche y junto con mi mujer pasamos a recoger a los suegros a la hora prevista. Después de la media hora de espera por la suegra, arrancamos para el Sur y cuando íbamos por la autopista veo asomando debajo de mi asiento un zapato rojo, precioso, e inmediatamente pensé que se lo había dejado la chica de la tarde anterior, que iba justo detrás de mi y que debió de cambiarse de zapatos en el coche y que luego se le cayó u olvidó éste. Le doy disimuladamente para atrás con el pie izquierdo por sí mi mujer lo pudiera ver y a la menor oportunidad lo cogí disimuladamente y lo tire por la ventanilla. Cuando aparqué cerca del restaurante que había elegido mi suegra, ésta empieza a protestar porque le faltaba un zapato. El suegro le dice que como se podía perder un zapato dentro de un coche. Nos bajamos y miramos en todos los rincones del coche y yo el que más interés puse, pero el zapato, naturalmente, no aparecía. Se cabrean los dos en múltiples discusiones y yo calladito, aunque con la esperanza de que buscaran una solución. Y la única solución que había era que la suegra se fuera descalza con su marido a comprar un par de zapatos antes de ir a comer. Como último recurso así lo hicieron, después de yo acercarles a un centro comercial. La comida transcurrió en un absoluto silencio al igual que el trayecto de regreso a casa. A mi todo se me iba en pensar en cómo iba a acabar esta historia.
Me contaba Andrés que a pesar de que habían pasado muchos años la suegra lo saca a colación de cuando en cuando dándole vueltas al asunto pues cree imposible que ella haya salido de su casa con un solo zapato y suponiendo que hubiera sido así donde estaba el otro?, pues en su casa tampoco lo encontró; y por tanto sigue creyendo que hay gato encerrado. Andrés por supuesto no ha soltado palabra hasta la fecha.