Fue el sino, el azar, la suerte, la fatalidad, el designio o como quieran llamarlo, pero quizás si el corsario Morato Arráez no hubiese atacado nunca Lanzarote, a estas alturas de la historia nadie hubiese conocido al volcán más alto de la isla con el nombre del pico de La Atalaya.
El pirata argelino se convirtió en 1586 en el azote de Lanzarote al protagonizar en el verano de ese año uno de los ataques más agresivos de cuantos ha padecido la isla. Fue tal el pánico que desató la presencia del pirata en todo el archipiélago -alcanzó Teguise, entonces la capital conejera- que una mañana de invierno, de apariencia tranquila y rutinaria, un emisario que provenía de la capital entraba apresurado en la villa con una carta urgente para Melchor de Aguilar, capitán del Tercio de Milicias de Guía. La carta era un aviso firmado por el capitán de la isla, Alvaro de Acosta, advirtiendo a la población guiense de la posibilidad que existía de la llegada de corsarios enemigos y en especial de Morato Arráez. La misiva invitaba al capitán guiense a que buscara a una persona de confianza para que subiera a la Montaña de Gáldar, por la inmejorable posición que ocupaba el viejo volcán de basalto como oteadero de toda la costa norte de Gran Canaria, y permaneciera día y noche atento en su cima. Desde allí debía avisar al atalaya de las Isletas, con su farol si fuera de noche y humos si ocurrieran de día, de los peligros advertidos y anunciados.«¿Quién querrá aceptar un trabajo tan solitario?» se preguntó el capitán tocándose la barbilla repetidamente mientras observaba la montaña desde la ventana de su despacho.
Juan Bautista de Sobranis, descendiente de comerciantes genoveses, vecino de Guía y amigo íntimo del capitán, era por su carácter afable y dialogante quien mejor conocía a todo el vecindario; y no solo por sus nombres y apellidos, cuestión que asombraba a todos, sino también por sus inquietudes y cualidades. Por eso, cuando el capitán lo mandó a llamar y le informó del contenido de la carta y del cometido, supo desde el primer momento quién podría llevar a cabo la tarea de forma efectiva y satisfactoria.«Yo me encargo», dijo antes de salir en busca de su candidato.
Melchor Alonso aceptó el trabajo con una breve e insípida confirmación. «Sí», dijo sin dirigir su mirada a ambos porque contemplaba con cierto asombro la montaña que se alzaba sobre los tejados. Nunca antes se había posado su mirada sobre el volcán de forma tan detallada. Le bastaron unos pocos segundos para adivinar el sendero que rayaba sus laderas pardas y encalichadas y localizar, cerca de la cima, la cueva que se convertiría en su nueva morada. Oyó, sin cierto interés, cómo el capitán le explicaba que ganaría un salario de seis ducados al mes y que un soldado del Tercio le alcanzaría a la cima, una vez por semana, una provisión de leña, tea, agua, vino, frutas y viandas en salazón. Pero fue la voz de Juan Bautista la que consiguió traerlo de nuevo a la conversación. «La tranquilidad de las villas de Guía y de Gáldar depende de usted, Melchor. El turco amenaza la isla. Ponemos el futuro de nuestras vidas no en sus manos, sino en sus ojos», sentenció Bautista con solemnidad.
Melchor Alonso vivía en las afueras de la villa en una pequeña casa que se alzaba junto al camino real. Era un jornalero que destacaba por su obediencia, por lo aplicado que se mostraba siempre en sus tareas y sobre todo por su extraña querencia de llevar una vida solitaria y retirada. Cuando a la mañana siguiente comenzó a subir por el estrecho y pedregoso camino que le conducía a la cima, no podía imaginar que ascendía a una montaña que varios días después, y gracias a su presencia constante y solitaria, sería bautizada por sus vecinos como el pico de La Atalaya.