Llevo algún tiempo pensando en escribir, dentro de la colección de mis vivencias, sobre aquellos hombres que fueron unos grandes profesionales de la agricultura de las plataneras, ya que sin apenas tener mas que los estudios básicos y algunos ni siquiera eso, eran capaces de controlar y gestionar grandes fincas de plataneras con mucho personal a su cargo.

Yo viví dentro de una de esas fincas de plataneras en la que mi padre era el Encargado. Estaba situada en el Lomo de Guillén, del término municipal de Guia y era conocida por la finca de Las Cuartas. Tenía una superficie de unas ocho fanegadas, (algo más de cuatro hectáreas).

A mi me gustaba la gestión de la finca pero no su trabajo físico pues es un trabajo muy duro y, salvo el encargado, el resto del personal estaba muy mal pagado. Así que con mucha frecuencia le preguntaba a mi padre por todo lo relacionado con la finca que él muy paciente me explicaba. Y es por ello por lo que creo reunir los conocimientos suficientes como para atreverme a escribir sobre todo ello.

Generalmente eran hombres de mucho carácter y personalidad y sabían dejarse respetar empezando ellos por respetar a los demás, de tal forma que el personal de tantos años a su cargo no llegaban a tutearlos. Pero, al menos mi padre, los trataba a todos con mucho respeto.

También me he animado a escribir sobre este tema porque pienso que es bueno que la juventud actual sepa de las necesidades que tuvieron que pasar sus padres o sus abuelos. Y me refiero, ciñéndome al término municipal de Guia, a la juventud de los barrios de Becerril y La Atalaya, pues eran donde más familias necesitadas habían y por tanto quienes más ayudas recibían de la solidaridad de esos encargados de las fincas de plataneras que habían por el sector. Y lo mismo ocurría en otros pueblos, pues las carencias estaban instaladas en toda canarias. Y es precisamente por esa solidaridad que se decía que en los campos se vivía mejor que en la capital. Pues si no se tenía dinero para comprar en el cambullón (mercado negro), a veces se resolvía la comida del día cogiendo un par de palomas en la plaza de Santa Ana. Y eso a escondidas de la policía municipal.

La época a la que voy a referirme son los años 50 y 60 del pasado siglo veinte, años muy difíciles por la la postguerra civil española y por la segunda guerra mundial, entre otras cosas, por la escasez de alimentos y por la falta de dinero para comprar al estraperlo (mercado negro), pues no todas las necesidades se podían cubrir con la cartilla de racionamiento, cuya ventaja consistía en que los productos eran más baratos.

Hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de esa pobre gente tenían al menos un par de cabras en sus casas, pues no se podía prescindir de la leche y el gofio en la alimentación diaria tanto de los mayores como de los niños, pues era su principal y a veces único alimento. El motivo de tener al menos dos cabras es muy simple pues de esa manera se alternaban para no dejar preñadas a las dos al mismo tiempo, pues después de estar preñadas se secan y dejan de dar leche y como queda dicho ese alimento no podía faltar en la casa. En las familias numerosas habían hasta tres y cuatro cabras. Y claro esas cabras tenían que estar bien alimentadas para que dieran leche y ahí es donde entra una gran parte de la caridad de esos hombres, pues evidentemente no bastaba con alimentarlas con la hierba que podían arrancar de las orillas de las carreteras.

Yo recuerdo que en muchísimas ocasiones, sobre todo los domingos y días de fiesta, venían a pedirle a mi padre un «puño p’a las cabras” y que él siempre les decía: «coja la jóse, (hoz) del pajar y en tal sitio esta el corte y coja un buen puña’o». También recuerdo que en alguna ocasión venía algún niño diciéndole que su padre, fulano de tal, estaba enfermo en cama y que sí le podía dar un «puño» de hierba p’a las cabras y en esos casos era mi padre quien iba y le cortaba la hierba guinea o la rama de batata o la alfalfa o lo que hubiera en ese momento, o bien se la daba del pajar si había cortada y se la entregaba al niño con sus mejores deseos de que su padre se mejorara.

Pero esas caridades no se quedaban solo en el «puño p’a las cabras», sino que se extendían en muchísimas ocasiones en ayudar a algún padre o madre de familia, en estos casos casi siempre era la mujer la que llegaba pidiendo algo de comer para mitigar el hambre de los suyos. De mi casa nadie se iba con las manos vacías, pues tanto mi padre como mi madre siempre les ayudaban con algo: unos plátanos, (siempre había algún racimo que no estaba apto para el mercado y que se destinaba para el consumo de los «amos» y nosotros); alguna fruta de temporada, sobre todo naranjas y limones que era lo más que abundaba en la huerta; un cartucho de gofio; alguna verdura u hortaliza, algunas papas, algunos huevos, etc. Todos se iban contentos y agradecidos.

También recuerdo que algunas veces, aunque nunca lo pedían, se les daba algo a los guardias civiles que iban a la finca para que mi padre les firmara el libro de ruta, pues en esa época estaban muy mal pagados.

Hay que destacar que en esa época no había ningún control de natalidad y como consecuencia de ello las familias se llenaban de hijos por lo que desde muy chiquititos empezaban a trabajar recogiendo «pajullos» para hacer estiércol que luego vendían a los propios encargados de las citadas fincas. De ahí que fuera tan alto el nivel de analfabetismo en esos barrios.

Debido a esa situación algunos padres llegaban incluso a tener que robar algún racimo de plátanos verdes que sancochaban y comían. El problema es que en todas las fincas habían guardianes que iban armados de una escopeta y llevaban un cinturón ancho cruzándoles el pecho con una chapa color dorado que le identificaba y autorizaba a su labor de vigilar y detener a las personas que cogieran robando. Se llamaban «Guardas Jurados». En «nuestra finca» el guarda se llamaba Salvador y a mi me gustaba escucharle las historias que contaba sobre como había descubierto este o aquel robo. Se las daba de detective. Era tan buena persona que se decía que su mujer, que era muy bruta, le llegaba a pegar y un día oí que le decía a mi padre: «Y usted ve Josenito, yo creo que el día que se muera me va a quedar hasta magüa».

Me contó mi padre un día, que un ladrón por necesidad estaba robando un pequeño racimo en una finca y lo descubrió un Guarda Jurado. El ladrón le rogó que lo dejara marchar con el pequeño racimo que era para sancocharlo y dar de comer a su familia. El Guarda era implacable ya que cuanto más prestigio tuviera más fincas podría vigilar, pues ellos cobraban una pequeña cantidad por fanegada. Al final se pelearon a cuchillo y murió el Guarda. El ladrón quedó mal herido, pero cuando se curó fue a la cárcel durante muchos años. Lo conocí después de cumplir la condena porque trabajaba en una finca limítrofe y vivía en una casa cueva en Becerril. Me decía mi padre que era un buen hombre y un buen trabajador. Yo le tenía cierta admiración y respeto.

Las condiciones económicas de los encargados eran todas por el mismo estilo. Tenían un buen sueldo y podían comer de todo lo que diera la finca, por lo que podían ahorrar gran parte del salario.

La finca donde estaba mi padre tenía un estanque bastante grande y tenía autorización de los “amos” para hacer operaciones de agua, pues eso conllevaba algún ingreso más por dejarle a los encargados de las fincas de la zona echar agua por algunos días en el estanque mientras que, naturalmente hubiera hueco. El control lo llevaba rigurosamente anotando en una libreta el movimiento de agua de cada uno, utilizando para ello una enorme vara de medir. Había entonces, ignoro si aún sigue rigiendo, una ley no escrita pero que todos conocían y aceptaban, que consistía en que sí llovía y el estanque rebosaba con el agua que le entrara de la lluvia, todos aquellos que tenían agua dentro del estanque la perdían.

Quiero aclarar que aunque me estoy refiriendo a las labores de la finca en donde vivíamos, estos son similares a todas las demás, pues el sistema de explotación es igual para todas.

Habían varias labores que todos los encargados se reservaban para ellos y una de ellas era el corte de los racimos que se destinaban al mercado extranjero, peninsular o local. En la finca “nuestra” en su gran mayoría se destinaba al extranjero, que era la que mejor se pagaba, para lo cual la fruta tenía que ser de unas condiciones excelentes.

El corte del racimo se hacía a tenor de la marca de letras que hacia en el tallo de cada racimo el «marcador» del almacén-exportador que compraba la fruta. Lógicamente el marcador comunicaba por escrito a su almacén la fruta que había por letra en cada finca. Como generalmente habían varias marcas se delimitaba diciendo la letra que había que cortar. Como comprenderán esta información era muy importante para el almacén, pues siempre sabían los racimos que tenían en cada finca para cubrir sus pedidos. A veces si había mucha demanda apuraban algo el corte, pero ahí mi padre era inflexible y esos racimos que aún no habían cogido su peso no los cortaba. Cada uno miraba por sus intereses. Ese era uno de los motivos por el que se reservaban esa labor.

Cuando yo estaba de vacaciones, mi padre me mandaba a tomar nota de los kilos de los racimos que se llevaba el camión del almacén. El sistema era: pesar y cantar el peso, descontando el tallo, (no recuerdo bien pero creo que eran dos kilos por racimo) y tomábamos nota dos personas, que estábamos situados junto a la báscula, una por la finca y otra por el almacén en unas hojas que ellos traían con el anagrama del almacén y que se hacían por duplicado poniendo un papel de calco en medio y que al final firmábamos los dos; luego otro hombre envolvía el racimo en una manta y se lo echaba al hombro ayudado por el pesador y lo ponía encima del camión donde otro peón lo apilaba debidamente. Cuando se terminaba el pesado, cada apuntador sumaba el total de kilos y si coincidíamos bien y si no repasábamos uno por uno hasta dar con la diferencia. Recuerdo que en una ocasión teníamos un descuadre de diez kilos en contra de la finca. El apuntador del almacén tenía en un racimo 25 kg. y yo 35. Ellos querían que yo rectificara mi lista pero me mantuve en mi posición y les dije que o arreglaban el peso como yo lo tenía o pesábamos otra vez la fruta, que yo no tenía prisa. Al final accedieron a mi petición pues no era una tontería tener que pesar de nuevo más de cien racimos y aún tenían que seguir recogiendo en otras fincas. Yo estaba muy orgulloso de mi postura y cuando se lo conté a mi padre, por si acaso se quejaran los del almacén, me felicitó. Yo tendría entonces entre quince y dieciséis años.

Hoy en día se llevan la fruta sin pesar y tienen que aceptar el peso que les da el almacén después de desmanillar los plátanos. Es de suponer y creer en la honestidad de los almacenista.

Otra labor que los encargados se reservaban para ellos era la que se llamaba «deshijar». Esta es la labor más importante para la renovación de la finca, pues consiste en elegir el hijo que iba a suceder a la madre y sacrificar a los otros, pues había que dejar uno solo para que creciera más fuerte. Cuando se corta el racimo también se corta la platanera quedando el hijo en primera línea. Aquí había que tener en cuenta varios factores: primero, ver si el hijo elegido estaba en buenas condiciones, si se le veía sano; segundo, la dirección que le interesaba que tomara en la poza para que cuando creciera no se juntaran mucho las matas entre si y tercero, y no menos importante, calcular la época en que interesaba que pariera, pues siempre que se podía se evitaba que parieran en mayo o en junio pues los plátanos son mas pequeños y por tanto el peso del racimo también disminuía. Se les llamaba «plátanos mayeros», y son pequeños y gordos.

También controlaban personalmente el riego, pues había que ahorrar el máximo de agua posible, pues era muy cara. En el caso de mi padre, como la finca nunca se regaba toda al mismo tiempo, tenía que llevar anotado las regadas por sectores. Pues dependiendo de la estación del año había que determinar cuándo tocaba regar cada sector.

También había que controlar los abonos que generalmente se les echaba en el agua de riego o directamente a la platanera. Había que echarles lo justo pues si se excedían quemaban a la planta. Una vez al año el abono era natural; el estiércol de los animales.

Para rentabilizar más a los tres peones que quedaban trabajando, pues de los siete que habían cuando se hizo cargo de la finca en el año 1.955, habían quedado solo tres, y para no tener que poner más personal mi padre propuso a los «amos» trabajar por el sistema de «ajustes» que consistía en asignarles un trabajo específico diario, con lo cual los peones trabajaban más deprisa y se iban a su casa en cuanto acabaran el trabajo asignado. De esa manera se beneficiaban todos. Los peones porque terminaban antes su jornada laboral. El encargado porque podía dedicarse a hacer otras cosas sin necesidad de estar pendiente del personal, pues solo tenía que comprobar que se había realizado el trabajo asignado. Y los amos porque se ahorraban mucho dinero al no tener que contratar a más personal y la finca estaba igual de atendida. Naturalmente cuando había corte había que poner dos o tres peones eventuales dependiendo de la fruta a cortar.

Varios años antes, mi padre logro quitar las vacas porque con el poco personal que tenía era imposible atenderlas, pues la venta de la leche no compensaba el costo de un pastor más la alimentación especial que había que darles, por lo que sólo habían cinco o seis becerros que mi padre compraba muy pequeños en algunas ferias de ganado y que luego vendían cuando ya eran toros. Era más fácil atenderlos y producían el mismo estiércol para la finca. También era un buen negocio porque se compraban, como dije, cuando eran muy pequeños, apenas destetados, por lo que costaban muy poco y se vendían ya toros pesando en torno a los 700/800 kilos.

Recuerdo como calculaban los kilos de un animal. Cuando llegaba el marchante se ponía a apretarle las carnes por un sitio y por otro, mi padre, en buena lógica, ya tenía calculado su peso. El marchante decía un peso y si era similar al que mi padre tenía calculado o estaba por encima trataban al momento, y así ocurría la mayor parte de las veces, pero si había mucha diferencia a la baja acordaban y aceptaban que se respetaría el peso del matadero. El marchante le comunicaba el día que iban a matar al animal e iba a comprobar la pesada y a cobrar. Muy pocas veces se equivocaba. Era increíble el calculo que hacia.

Por aquella época, y ante la insistencia de uno de los herederos se instaló el riego por goteo, con lo cual se ahorraban un buen dinero en agua, pero las plataneras se resintieron al no llegarles toda el agua que necesitaban. Mi padre lo había advertido pero ellos decidieron que la merma en el promedio de kilos compensaba con el ahorro de dinero en el agua. Por lo que decían que la rentabilidad incluso mejoro.

Volviendo al tema de las vacas, cuando vendíamos la lecha en la casa recuerdo que venía también una señora mayor a comprar un litro de leche todos los días y cuando yo se la ponía utilizando la medida que teníamos, que era un vaso de hojalata que hacia un cuarto de litro, la señora muy educada me decía: «Mi niño sopla la espuma para que no mienta la medida». La señora era tan educada que no quería ofenderme diciéndome que no le robará leche con la espuma.

También descubrí un día el motivo por el cual nos llegaban clientes de otras lecherías, pues según me dijo una chica estaban bendiciendo la leche; es decir que le ponían agua para acrecentarla. En mi casa nunca se hizo eso.

Era muy común entre los encargados que se sintieran muy orgullosos de «sus fincas», hasta el punto que cuando se juntaban echándose alguna copa de ron presumían de ello; que si la mía estaba promediando a tantos kilos; que si tenían la mejor yunta de toros de la zona; que si sus vacas daban tantos litros de leche al día; que si habían hecho unos injertos de fruta que eran una maravilla, etc. Y ahí recuerdo que un tal Antonio, hombre de carácter seco y mal-encarado, que era el encargado de una pequeña finca que limitaba por un extremo con la de «mi padre», contaba que había injertado un ciruelero que tenía tanto zumo que, decía literalmente: «si usted no arrejunde a comérselo se le forma un charquero en el suelo». Ademas también era exagerado.

Mi padre se jubiló cuando tenía sesenta y ocho años, a finales de 1.985, y algunos más tarde la finca se vendió por parcelas. Habían quedado dos peones pues uno de ellos sufrió un accidente de coche y el tribunal médico le dio la jubilación por no estar apto para su trabajo. Así que los dos que quedaron fueron indemnizados y como estaban cerca de la edad de jubilación, salieron beneficiados.

Hoy en día no queda nada de lo que fue una hermosa finca de plataneras. En su lugar hay varias naves industriales, institutos, colegios, viviendas y oficinas.

Y esto es a grandes rasgos este pequeño reconocimiento a todos aquellos profesionales de la agricultura platanar que sin tener ninguna preparación académica, algunos, como dije, eran totalmente analfabetos, eran capaces de hacer prosperar grandes fincas de plataneras, con su personal y sus animales, llevando en su cabeza lo que tocaba hacer cada día.

Recuerdo que mi padre, por la tardecita, después de asearse y vestirse de limpio, anotaba diariamente en un dietario que todos los años le traían «los amos» todas las labores que se había realizado en el día. Y así día tras día durante los treinta años que estuvo de encargado de la finca, pues él quería dejar constancia de todo lo que se hacía diariamente y además de todo lo que hablaba con los «amos» concerniente a la misma.

Hoy en día esa labor la hacen Ingenieros Agrónomos y Capataces con titulación técnica y con otros medios que antes no se tenían, como por ejemplo la informática cuya capacidad para obtener información y calcular resultados y estadísticas es ilimitada.

Es cierto que me he extendido en el desempeño de la labor solo de mi padre y de mi familia, que es la que naturalmente más de cerca vivi y conocí, pero, como ya dije, se puede aplicar a cualquier otro encargado y familia, pues las responsabilidades y las labores son similares en todas las fincas.

Ignoro si estas páginas serán leídas por alguien alguna vez, pero si la intención con que se hacen las cosas es lo que realmente cuenta, las dedico de todo corazón a todos aquellos encargados de fincas de plataneras que tan solidarios fueron con los más necesitados. Y, si me lo permiten, a mi padre, a quien si tuviera que definirlo en una sola frase destacaría su inquebrantable honestidad.