Habían transcurrido los años a través de los surcos dibujados en su rostro, algunos en su frente, otros dando algo más de luz a sus ilusionados ojos color aceituna. Sus hebras plateadas embellecían su moreno rostro, trazando un porte señorial a su figura. Ese porte le era fundamental. Había renunciado a ser feliz por conservar ese porte ante lo ajeno.
Un día, sin pretenderlo, se dejó llevar por la ilusión. Sus versos se enredaron en unos ojos donde consiguió ver reflejada su alma, su aroma acarició una melena risueña, que le aportaba alegría, sus manos serpentearon la fuerza de unos fuegos de artificio en la blanquecina piel de la persona amada. Fueron dos en uno, sin dejar de ser dos.
Fue consciente de la llegada del otoño cuando un frío viento, llegado de ultratumba, escandalizó sus oídos con ruidos de sables encendidos. Tuvo miedo. Le temblaron los recuerdos.
Su mente ya no fue capaz de recordar el sabor del néctar que libó en la piel de su amor, ni de sus labios cada amanecer, tampoco lo hizo del placer producido por las caricias en las noches compartidas, cuando ambos despertaban cogidos de la mano.
El estruendo era demasiado fuerte, tanto que temió por su cordura. Tuvo miedo a que los Dioses no le permitieran ser feliz —quizá no se lo merecía, pensaba— y volvió a la esclavitud de antaño, donde decía sentirse libre, dejándose consumir en la pira que encendieron para su alma.
Gritaba al eco que escuchaba a su alrededor, produciendo un nuevo eco, y creyendo que ese era el sonido del silencio.
Se ilusionaba con las titilantes estrellas alejadas, cuando, con sólo estirar sus manos, pudo poseer la luna.
Se ilusionaba pensando que el agua estancada del viejo lago era parte del mar, donde podría navegar, libre, algún día.
Y así, poco a poco, se fue consumiendo hasta que ya no era nada. Un cuerpo sin alma, sin luz, sin amor. Todo porque pensó que “amar era prescindible”, menos importante que el halago interesado o la serenidad del alma enamorada y correspondida, hasta que después de perder su último aliento le llevaron a reposar al lugar donde ya no había problemas, donde sólo habitaban las gentes que habían conseguido besar el frío mármol de la tranquilidad
Irene Bulio ©