Nací en agosto, igual que mi padre. Un mes que nunca fue indiferente en casa. Para muchos es tiempo de descanso, de calor, de playas y vacaciones. Para nosotros fue algo más: un umbral, una ilusión, una señal. Mi padre solía decir que no le gustaba agosto. Lo repetía con naturalidad, sin dramatismo, como quien señala un dato curioso: “Nací en agosto… y en agosto me iré.” No era una obsesión, era convicción serena. Una certeza que le rondaba el alma como un eco.
El 3 de agosto de 1980 cumplí dieciséis años. A esa edad uno cree que todo está empezando, y en parte es cierto. Lo celebramos como siempre, con familia, con amigos, con ese júbilo despreocupado que tienen los veranos cuando aún se vive sin urgencias. Pero esa misma noche, horas después de soplar las velas, mi padre partió de este mundo. Y el verano se quebró como un cristal fino. La fiesta quedó suspendida, pospuesta en el tiempo, y con ella, un ancla en mi adolescencia.
Pero su muerte no fue un accidente del destino, fue la consecuencia del camino transitado, del dolor acumulado. Desde comienzos de ese año, mi padre hablaba de su partida con una lucidez que entonces no supe entender. Sin alardes, sin miedo, sin dobles, imagino que con tristeza sostenida en la dignidad de su orgullo existencial. Lo dijo, lo repitió, lo sostuvo con entereza: “Este será mi último agosto.” Y sus riñones actuaron en consecuencia.
Convocó a toda su familia tinerfeña, que fue viniendo por turnos, uno a uno, como si algo invisible los guiará. Durante aquellos meses de despedida —largos, cálidos, llenos de matices— los fue recibiendo con la misma dignidad con la que siempre vivió. Los abrazaba, los miraba con amor, les decía lo que necesitaban oír. Agradecía, aconsejaba, se despedía sin lágrimas, como quien entrega su legado y se prepara para soltar. Su estoicismo era puro, genuino, sin dureza. Era un hombre que no le temía a la muerte porque había hecho las paces con la vida.
Y aunque su cuerpo se fue, nunca dejó de hablarme. Lo comprendí con el tiempo. Porque la conversación que empezábamos a tener, ya de hombre a hombre, no se interrumpió: simplemente cambió de forma. Como el agua del mar que se evapora, se eleva, vuelve a caer y nutre de nuevo la fuente. Así regresaban sus palabras a mí: en sueños, en intuiciones, en momentos de duda o certeza. Me hablaba en los silencios, en la música de sus relatos poéticos, en su forma de observar que a veces, consciente repito, corrijo y aprendo.
Desde entonces, agosto se transformó. Ya no fue solo un mes caluroso. Se volvió símbolo, herida y ofrenda. Un tiempo de memoria viva, de preguntas abiertas, de revelaciones. Agosto me enseñó que la vida no siempre se mide en años, sino en la intensidad de la experiencias. Y que hay ausencias que acompañan más que muchas presencias.
También aprendí que agosto tiene sus propias contradicciones. Es el mes en que el mundo parece detenerse, pero el alma se acelera. El calor saca a flote emociones profundas. A veces llegan tormentas que limpian, otras veces los fuegos lo arrasan todo. Es un mes altanero, imprevisible, desbordante. Como la vida misma. Como la muerte cuando no se esconde.
Recuerdo aquellas tardes de verano con arenas húmedas de bajamar, el aire salado impregnando la piel, el sonido del viento entre las palmeras y las cuerdas de una guitarra marcando el ritmo de lo eterno. Las playas eran escenario de risas, confesiones, primeras veces y despedidas. Un teatro natural donde se representaba, sin saberlo, la complejidad de vivir.
En aquel agosto, convivieron en mí la celebración y el duelo, la juventud vibrante y la madurez prematura. Sentí la tristeza como un mar calmo que se extiende hasta el horizonte. Pero también la gratitud por haber tenido un padre que me enseñó, incluso al partir, a mirar la vida de frente. A sostenerme en la adversidad. A no dramatizar la muerte, sino a aceptarla como parte del ciclo, como ese mar que da y recoge.
Hoy, cuando agosto regresa, me detengo a escucharlo. Me habla con su calor, con sus cielos naranjas, con el recuerdo de aquel último abrazo. Me recuerda que todo lo vivido permanece. Que el legado no está en las palabras dichas, sino en la forma de vivir. En la capacidad de despedirse con amor. En la entereza de saber cuándo es el momento de dejar ir.
Y cada 3 de agosto, al cumplir un año más de vida, siento que él también renace en mí. Que su fuerza, su mirada serena y su fe profunda me siguen habitando. Como un faro silencioso. Como el mar que nunca deja de moverse.
Gracias por estar, por ser. Gracias por nada, por todo. Gracias.