Cuando hasta los cerdos “fallecen”: el lenguaje y la frontera entre humanos y animales

     Este mismo día, en el programa 24 horas de La 1, un portavoz de la Unidad Militar de Emergencias (UME), desplegado en Cataluña frente a la peste porcina africana, habló de “animales fallecidos”. La expresión, acaso bienintencionada, me produjo una punzada conceptual: una infección semántica.

     No por esnobismo lingüístico, sino porque llevo años defendiendo el rigor en el uso de las palabras como herramienta de pensamiento claro.

     Lo que parece un detalle menor se vuelve revelador si atendemos a lo que las palabras hacen, no solo a lo que dicen. Como recordó Ludwig Wittgenstein, el significado de una palabra no reside en una definición abstracta, sino en su uso dentro de un “juego de lenguaje” (Investigaciones filosóficas, 1953, 43).

     En ese juego, “fallecer” ha pertenecido históricamente al ámbito de la muerte humana. La cita contrasta con su obra anterior, el Tractatus Logico-Philosophicus (1921), donde el lenguaje se concebía como un sistema lógico y atomista. Esa evolución filosófica subraya que el sentido de “fallecer” no es universal, sino contextual.

  1. Una palabra nacida para suavizar la muerte

     “Fallecer” proviene del latín fallĕscĕre, derivado de fallĕre (“engañar, errar, fallar”). Su sentido original aludía a “faltar” o “dejar de estar”. El castellano medieval lo adoptó como eufemismo de “morir”, ligado a la cortesía verbal hacia quien había muerto.

     Ya en el siglo XV, “fallecer” sonaba como una palabra de respeto, una forma de decir lo indecible. Etimológicamente, contrasta con “defunción”, derivado de defunctio (cumplimiento de una función, en sentido de finalización vital), igualmente reservado para humanos. Hoy, la cercanía fonética con “fallar” induce usos coloquiales que desvirtúan su raíz eufemística.

    “Morir”, en cambio, conserva un significado neutro. Procede del latín mori y designa un cese biológico. Las plantas mueren, los animales mueren, los seres humanos también mueren. Pero “fallecer” añade un matiz: dignidad, duelo, trascendencia.

     Por eso, cuando un periodista habla de “pacientes fallecidos” o un aviso fúnebre dice “falleció en paz”, el verbo no describe solo un hecho físico, sino un marco simbólico y social: el respeto a la condición humana frente a la muerte.

     En la tradición médica se emplea el término latino exitus vitae, literalmente “salida de la vida”, para designar la muerte en su sentido más objetivo. A diferencia de “fallecer”, que introduce un matiz de respeto y duelo, exitus se limita a constatar un hecho biológico: el cese definitivo de la vida.

     Esta diferencia muestra cómo el lenguaje puede oscilar entre la precisión técnica y la carga simbólica, y por qué resulta crucial mantener la distinción según el contexto en que se hable de la muerte.

  1. El desliz del lenguaje institucional

     De ahí que escuchar a un portavoz militar referirse a “animales fallecidos” resulte extraño: no por purismo, sino por disonancia conceptual. En un discurso técnico (sobre sanidad animal, sacrificios preventivos o daños biológicos) el término estándar es “morir”, “ser sacrificado” o “perecer”.

     Al introducir “fallecer”, el discurso se desliza del terreno informativo al afectivo, del rigor conceptual a la empatía inconsciente. Un error similar es el uso de “defunción” para animales en informes veterinarios, ignorando que “defunción” implica un registro civil humano, derivado de contextos legales y no biológicos.

     John L. Austin recordaba en su teoría de los actos de habla que “decir algo es hacer algo” (Cómo hacer cosas con palabras, 1962, p. 94). Austin establece la base performativa que aquí se aplica, prolongada después por Searle en su teoría de los actos ilocutivos.

     Hablar de “animales fallecidos” equivale, sin quererlo, a un acto de humanización: un gesto cultural que otorga a esos animales la dignidad simbólica del fallecimiento. El resultado es un informe teñido de compasión, cuando debería ser estrictamente técnico.

  1. El reflejo de nuestra sensibilidad contemporánea

     No es un caso aislado. Cada vez proliferan más las fórmulas que borran los límites entre lo humano y lo animal: funerales para mascotas, obituarios de perros o gatos, lápidas con inscripciones como “Siempre en nuestros corazones”.

     Otro ejemplo es el empleo de “eutanasia” para el sacrificio de animales sanos en mataderos, confundiendo un acto médico compasivo con uno industrial, lo que diluye el concepto ético original derivado del griego eu-thanatos (“buena muerte”), reservado para humanos terminales.

     Nada de esto es frívolo. Refleja un cambio cultural profundo: los animales han pasado de ser vistos como recursos o compañía a ser miembros simbólicos de la familia.

     Usar “fallecer” para ellos es una forma de reconocimiento emocional, aunque desde el punto de vista lingüístico siga siendo impropio. El problema no está en el afecto, sino en el contexto. En un obituario doméstico, “Mi gato falleció ayer, la metáfora es tierna y legítima. Pero en un parte institucional, “Los cerdos fallecieron por la peste porcina”, el uso pierde precisión y credibilidad, porque el lenguaje técnico no puede permitirse eufemismos emocionales.

 

 

  1. Lenguaje, límites y humanidad

     Wittgenstein escribió: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Tractatus, 1921, prop. 5.6). Si distinguimos entre “morir” y “fallecer”, no es por capricho: esa diferencia delimita qué seres concebimos como sujetos de duelo y cuáles como parte del ciclo biológico.

     Esa frontera, sin embargo, se vuelve porosa en una sociedad que amplía su sensibilidad hacia los animales. En esa tensión (entre rigor lingüístico y empatía, entre ciencia y afecto) se juega hoy buena parte del debate ético sobre nuestra relación con el resto de los seres vivos.

  1. La erosión de la precisión conceptual

     La confusión terminológica forma parte de una tendencia más amplia en el lenguaje público: expresiones redundantes que erosionan la precisión conceptual. Se habla de “mundo mundial”, de “ambos dos”, de “demanda civil” o “querella criminal”, como si el adjetivo añadiera algo que no estuviera ya contenido en el sustantivo. Incluso “terrorismo yihadista” incurre en duplicación semántica, pues la yihad extremista ya implica violencia. Otros ejemplos frecuentes son “víctimas mortales” (toda víctima de muerte es mortal) o “accidente fortuito” (todo accidente implica fortuitidad).

     Estas fórmulas se multiplican en boca de políticos y comunicadores. Clasificarlas ayuda a comprender su impacto:

  • Direccionales: “subir arriba”, “bajar abajo”, “entrar adentro”, “salir afuera”, “ascender hacia arriba”, “descender abajo al sótano”.
  • Temporales: “prever con antelación”, “lapso temporal”, “historia pasada”, “cita previa anticipada”.
  • Intensificadores vacíos: “completamente lleno”, “final definitivo”, “consenso unánime”, “masiva multitud”, “aprobación positiva”.
  • Tautologías conceptuales: “muerto cadáver”, “hemorragia de sangre”, “hecho verídico”, “víctima mortal”, “protagonista principal”.

     Todas estas redundancias, pleonasmos y circunloquios no son meros descuidos: revelan una desconexión entre el lenguaje y el pensamiento.

     Al repetir lo obvio, al duplicar lo implícito, el discurso político y mediático se convierte en un ruido que erosiona la credibilidad y la precisión. El efecto es doble: por un lado, empobrece el idioma; por otro, transmite la sensación de que lo importante no es lo que se dice, sino cómo se rellena el vacío con palabras.

 

 

  1. Nombrar bien para pensar mejor

     Nombrar con rigor no es un formalismo: es la condición de posibilidad de un pensamiento claro.

     Cuando el lenguaje institucional habla de “cerdos fallecidos”, no solo se desdibuja una categoría gramatical: se tambalea una frontera moral.

     Si dejamos de distinguir entre quién muere y quién fallece, corremos el riesgo de perder también la brújula ética que nos dice quién merece duelo y quién merece silencio.

Referencias

Austin, J. L. (1962). How to do things with words (J. O. Urmson & M. Sbisà, Eds.). Harvard University Press.

Corominas, J., & Pascual, J. A. (1980–1991). Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (6 vols.). Gredos.

FundéuRAE. (2021, 14 de octubre). Eutanasia animal, no es correcto. Fundación del Español Urgente. https://www.fundeu.es/recomendacion/eutanasia-animal-no-es-correcto/

Real Academia Española. (2023). Diccionario de la lengua española (23.ª ed., versión 23.7). https://dle.rae.es/defunción

Real Academia Española. (2023). Diccionario de la lengua española (23.ª ed., versión 23.7). https://dle.rae.es/fallecer

Real Academia Española & Asociación de Academias de la Lengua Española. (2019). Libro de estilo de la lengua española según la norma panhispánica. Espasa.

Searle, J. R. (1969). Speech acts: An essay in the philosophy of language. Cambridge University Press.

Wittgenstein, L. (1961). Tractatus logico-philosophicus (D. F. Pears & B. F. McGuinness, Trans.). Routledge & Kegan Paul.

Wittgenstein, L. (2009). Philosophische Untersuchungen / Philosophical investigations (G. E. M. Anscombe, P. M. S. Hacker, & J. Schulte, Trans.; 4.ª ed.). Wiley-Blackwell.

 

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