El 12 de octubre no es una fecha cualquiera: es el pulso profundo de una civilización que se atrevió a desafiar los límites del mundo conocido.
España no fue espectadora de la historia, sino su artífice audaz, su verbo encarnado, su alma indomable. Con sus glorias resplandecientes y sus sombras inevitables, reconfiguró el destino de la humanidad.
Desde las velas henchidas por el viento en las carabelas de Cristóbal Colón en 1492, impulsadas por la visión estratégica de Isabel I de Castilla, la soberana que no solo unificó reinos divididos, sino voluntades dispersas, España se erigió en el motor de una era transformadora. Isabel, que en 1479 selló la unión dinástica con Fernando de Aragón, culminó la Reconquista al expulsar los últimos reductos musulmanes en Granada y apostó por el sueño de Colón cuando otros lo rechazaron. Su decisión, que trascendió las intrigas cortesanas y las dudas de los eruditos, encendió la antorcha que iluminó océanos ignotos e, inició una expansión que uniría continentes.
Hernán Cortés, en 1519, con apenas 500 hombres y una alianza estratégica con pueblos indígenas oprimidos por los aztecas, derrocó el vasto Imperio Mexica en una epopeya de astucia y valor que culminó en la caída de Tenochtitlán. No fue una empresa de exterminio, sino una ruptura de un orden que, en sí mismo, estaba marcado por una violencia estructural.
Las crónicas de la época, tanto indígenas como españolas, dan cuenta de los sacrificios humanos masivos practicados por los mexicas: miles de prisioneros de guerra eran sacrificados en lo alto de los templos, sus corazones arrancados en rituales que buscaban aplacar a los dioses.
La piedra de Tizoc, los códices y los testimonios de sahagunianos y tlaxcaltecas revelan una cosmovisión donde la sangre era moneda de intercambio espiritual.
La llegada de los españoles, lejos de ser una irrupción en un paraíso idílico, fue también el colapso de un sistema de dominación brutal que subyugaba a pueblos enteros como los tlaxcaltecas, totonacas o huastecos, quienes vieron en los recién llegados una oportunidad de liberación.
Francisco Pizarro, en 1532, capturó al Inca Atahualpa en Cajamarca y desmanteló un imperio andino forjado en siglos, pero también profundamente jerárquico, donde la imposición del culto al Sol y la centralización del poder en el Inca habían suprimido autonomías locales y generado tensiones internas.
La guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, previa a la llegada española, había dejado al Tahuantinsuyo fracturado y vulnerable. Vasco Núñez de Balboa, con mirada visionaria, avistó el Pacífico en 1513, uniendo océanos en un sueño global. Fernando de Magallanes, al mando de la expedición que completaría Juan Sebastián Elcano, circunnavegó el planeta por primera vez entre 1519 y 1522, demostrando que el mundo era navegable, finito y compartido.
Pero más allá de las batallas épicas, España edificó: fundó ciudades como La Habana y Buenos Aires, erigió universidades que fueron faros de sabiduría, como la de Santo Tomás de Aquino en Santo Domingo en 1538, la primera del Nuevo Mundo, la de San Marcos en Lima en 1551, la Real y Pontificia Universidad de México en 1553, y estableció hospitales como el de San Nicolás de Bari en Santo Domingo, el primero del Nuevo Mundo. Introdujo imprentas que diseminaron ideas, cabildos que fomentaron la gobernanza local, y sembró las bases de una civilización integradora donde el mestizaje y la transmisión de valores forjaron una nueva identidad compartida.
En este abrazo transatlántico, España no solo llevó la espada y la cruz, sino semillas de vida: el caballo galopó por las pampas, el trigo doró los valles andinos. A cambio, el maíz nutrió reinos europeos, la papa salvó pueblos de la hambruna, y el cacao endulzó almas con un elixir divino. Fue un romance cósmico donde dos hemisferios se entrelazaron, forjando una humanidad renovada.
La leyenda negra, urdida por cronistas como Bartolomé de las Casas, quien, en su celo reformista, exageró atrocidades para impulsar cambios humanitarios en su Brevísima relación (1552), y amplificada por enemigos ingleses, holandeses y franceses como Francis Drake o Theodor de Bry, buscó empañar nuestra gesta con tintes de oscuridad. Bartolomé de las Casas, fraile dominico de fuego interior, no solo denunció excesos, sino que abogó por la dignidad indígena en los Debates de Valladolid, inspirando leyes que proclamaban a los nativos como «súbditos libres». Fue el alma romántica de España, que se miró al espejo y eligió la justicia sobre el oro. Sin embargo, la historia, escrutada con rigor imparcial, revela que mientras potencias como Inglaterra segregaban en sus colonias y Francia saqueaba sin remordimiento, España promulgó las Leyes de Indias en 1542 bajo Carlos V, protegiendo a los indígenas como súbditos libres, prohibiendo la esclavitud nativa y fomentando matrimonios mixtos.
Fue un imperio con vocación universal, donde la espada cedía paso al libro, y donde la transmisión de saberes y costumbres tejía una red de convivencia que, aunque imperfecta, aspiraba a la integración.
La Hispanidad es el tapiz vivo tejido por titanes del espíritu. Miguel de Cervantes inmortalizó en Don Quijote al caballero errante que encarna el idealismo indómito.
Lope de Vega capturó la pasión del Siglo de Oro; Calderón de la Barca, en su La vida es sueño, exploró el destino con profundidad filosófica; Sor Juana Inés de la Cruz defendió el derecho femenino al saber; Quevedo y Góngora rivalizaron en ingenio poético.
El Inca Garcilaso de la Vega, puente vivo entre mundos, inmortalizó en sus Comentarios Reales la fusión de sangres y espíritus, tejiendo una narrativa mestiza que late en el corazón hispano.
En el arte, Diego Velázquez capturó la eternidad en un juego de espejos y luces; Francisco de Goya retrató la crudeza del alma humana con un romanticismo sombrío; Pablo Picasso denunció los horrores de la guerra civil en una sinfonía cubista que conmovió al mundo.
En la ciencia, España irradió innovación con épica tenacidad. Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en su expedición ecuatorial, midieron el meridiano terrestre y elevaron la Real Armada a la cima de la exploración. Santiago Ramón y Cajal, Nobel en 1906, reveló los secretos del cerebro con dibujos que fusionaban arte y precisión. Severo Ochoa, Nobel en 1959, desentrañó los códigos de la vida desde su exilio.
Margarita Salas patentó la polimerasa phi29, revolucionando la biotecnología. Juan de la Cierva, con su autogiro, precursor del helicóptero, surcó cielos que soñaron Ícaro. Y en la era moderna, figuras como Juan Carlos Izpisúa Belmonte y María Blasco perpetúan esta saga de descubrimientos. En la era digital, España sigue brillando: Luis Enjuanes y su equipo en el CSIC combatieron pandemias con vacunas innovadoras, mientras Rosalía reinventa el flamenco en un romance global que une generaciones.
En las armas, El Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, conquistó Valencia en 1094, no solo con la espada, sino con un corazón indómito que unió cristianos y musulmanes bajo un ideal de honor. Exiliado por su rey, cabalgó hacia la gloria, forjando en el Cantar de Mio Cid un mito eterno de lealtad y redención que aún resuena en el alma española.
Blas de Lezo, el «Mediohombre», aniquiló a la flota británica en Cartagena de Indias con solo 3.000 defensores.
La gloria en los campos de Flandes, con nuestros Tercios Españoles, forjados en hierro y fe, defendieron el honor español frente a ejércitos abrumadores: en batallas como Mühlberg (1547) o la resistencia en Rocroi (1643), estos soldados, hijos de pueblos humildes, encarnaron el espíritu indoblegable de una nación que, aun en la derrota, nunca se rindió.
Agustina de Aragón tomó un cañón en llamas durante la Guerra de Independencia, inspirando a un pueblo en armas. Rafael del Riego proclamó la Constitución de 1812, encendiendo la llama liberal en Europa. Clara Campoamor logró el sufragio femenino en 1931, encarnando la lucha por la igualdad.
España ha sido también baluarte de empatía y humanidad. Vicente Ferrer transformó vidas en la India rural con su fundación en 1969. Federico García Lorca dio voz poética a los marginados, evocando pasiones gitanas y tragedias universales.
Teresa de Ávila cartografió el viaje interior con ternura introspectiva. San Ignacio de Loyola forjó un legado de educación global que educó a millones.
Hoy, españoles como Pedro Cavadas, maestro en trasplantes imposibles, o Helena Maleno, defensora de migrantes en el Estrecho, continúan esta tradición de compasión heroica.
Desde las Islas Canarias, guardianas atlánticas que sirvieron de escala vital para Colón y como puente comercial en siglos posteriores, partieron sueños que aún reverberan. Fueron vigías discretos pero decisivos, testigos de huracanes y descubrimientos.
Mas el verdadero protagonismo reside en la España entera: en sus pueblos resilientes, en sus gentes de fuego interior, en su alma colectiva que, como un fénix, renace de cenizas.
He aquí el milagro supremo: España ha sido tan colosal, tan resiliente, tan profunda en su esencia, que ni el paso inexorable del tiempo ni siquiera las divisiones de sus propios hijos han logrado extinguirla.
Este es el heroísmo de España: no solo de sus capitanes y sabios, sino de sus gentes humildes, que, en los campos de Covadonga, en las barricadas de 1808, en los talleres del Renacimiento industrial y en las plazas de la democracia, han forjado con sudor y sacrificio una nación que nunca se doblega. Porque España trasciende las fronteras de un mapa: es una idea imperecedera, una cultura vibrante, una forma poética de habitar el mundo. Es una nación que se reinventa en cada aurora, que se yergue con dignidad ante las tormentas, que extiende su mano en generosidad eterna. Un pueblo que, aun en la adversidad más cruda, elige ayudar, evolucionar, edificar puentes de luz.
En este siglo XXI, la Hispanidad no es reliquia del ayer: es un presente que palpita con vigor, un futuro que se despliega con promesas ilimitadas. Es una hermandad de naciones que comparten no solo historia y lengua, sino un destino entrelazado en sangre y sueños.
Es el orgullo inquebrantable de saber que, pese a las campañas de difamación orquestadas por envidiosos y falsarios que anhelaron borrar nuestra impronta, persistimos: creando sin cesar, pensando con audacia, soñando con pasión romántica. Porque la Hispanidad no es una herencia estática, sino una fuerza dinámica que se reinventa en cada generación.
Es el testimonio de que, incluso en medio de las campañas de difamación más feroces, la verdad histórica, cuando se aborda con rigor y sin prejuicios, revela una epopeya de integración, de construcción, de humanidad.
España, tras la conquista, no solo transformó territorios: transformó destinos. No impuso una visión única, sino que permitió el surgimiento de una identidad mestiza, rica en matices, donde las culturas originarias no fueron borradas, sino entrelazadas con nuevas formas de expresión, pensamiento y organización. Y aunque el proceso fue complejo y no exento de contradicciones, lo que emergió fue una civilización que hoy se extiende desde Tierra del Fuego hasta California, desde Filipinas hasta Guinea Ecuatorial, unida por una lengua, una memoria compartida y una vocación de futuro.
En esta tierra de contrastes, España se alza como un mosaico de paisajes y almas, donde cada rincón canta su propia epopeya.
Andalucía, con la majestuosa Sierra Nevada y el Guadalquivir que abraza Sevilla, resuena con el duende del flamenco y la herencia de Al-Ándalus.
Aragón custodia los Pirineos, cuna del reino que forjó la unión con Castilla, y la Basílica del Pilar, testigo de fe y resistencia. Asturias, entre el Cantábrico y los Picos de Europa, guarda la memoria de Pelayo y el germen de la Reconquista.
Baleares, joyas del Mediterráneo, destilan la calma de sus calas y el legado fenicio y romano.
Las Islas Canarias, las Afortunadas, faro atlántico donde el Teide en Tenerife, volcán soberano que roza las estrellas, declarado Patrimonio de la Humanidad, las dunas eternas de Maspalomas en Gran Canaria, junto a su capital Las Palmas, crisol de navegantes y cuna de la gesta colombina, y el barrio histórico de Vegueta, guardián de la memoria guanche y colonial, los viñedos lunares de Lanzarote en La Geria, esculpidos por lava y viento en el abrazo del Parque Nacional de Timanfaya, las playas infinitas de Fuerteventura en Corralejo, donde el Sáhara acaricia el océano en un parque natural de dunas vivas, la Caldera de Taburiente en La Palma, cráter titánico que custodia bosques de laurisilva y cascadas, joya de la humanidad en su Reserva de la Biosfera, los barrancos del Cedro en La Gomera, santuario de laurisilva en el Parque Nacional de Garajonay, cuna del silbo gomero, legado universal, los acantilados y mar de lavas de El Hierro en El Golfo, fin del mundo conocido y Reserva de la Biosfera, y el Archipiélago Chinijo en La Graciosa, refugio de arenas doradas y aguas turquesas, santuario marino de pureza intocada, susurran aventuras atlánticas, así como el espíritu indómito de los canarios, que forjaron en estas islas el umbral de los descubrimientos.
Cantabria, con sus cuevas de Altamira, atesora el arte primigenio de la humanidad. Castilla y León, corazón de España, abraza la meseta y el Camino de Santiago, sendero de peregrinos y cuna de la lengua castellana.
Castilla-La Mancha, tierra de los molinos de viento inmortalizados por Cervantes, evoca al Quijote cabalgando por sus llanuras.
Cataluña, con el Montserrat serrado y el Ebro serpenteante, brilla por su modernismo y su espíritu emprendedor.
La Comunidad Valenciana, bañada por el Mediterráneo, florece con la huerta y la Albufera, cuna de la paella y las Fallas.
Extremadura, con las dehesas y el Tajo que la cruza, parió conquistadores como Pizarro y Cortés. Galicia, donde el Finisterre abraza el Atlántico, custodia la mística del Camino y el rumor de las gaitas.
La Rioja, entre viñedos y el Ebro, destila el vino que une mesas y corazones. Madrid, en el centro de la meseta, vibra como crisol cultural y faro global.
Murcia, con su huerta y el Segura, mezcla la herencia árabe con la vitalidad del Levante.
Navarra, al pie de los Pirineos, atesora el reino que resistió invasiones y el fervor de San Fermín.
La Comunidad Autónoma Vasca, con el bravío Cantábrico y los montes vascos, forja su identidad en la fuerza de su lengua y tradiciones.
Ceuta y Melilla, vigías del Estrecho, unen África y Europa con su legado multicultural.
Este es el rostro de España: un lienzo de montañas, ríos, mares y llanuras, donde cada pueblo, cada valle, cada ola, escribe su verso en la gran sinfonía de la Hispanidad.
No es un orgullo vanidoso, sino la certeza serena de una nación que, con sus luces y sombras, ha sabido tejer un legado que trasciende fronteras. Y en esta hermandad, desechemos con orgullo sereno el término «latino», que diluye nuestra esencia en un eco romano ajeno, y abracemos la verdad de «hispanoamericano», un nombre que resuena con la fusión de sangres indígenas, ibéricas y africanas, forjada en la lengua de Cervantes y en el crisol de nuestra historia compartida.
Felicitamos a todos los españoles, que llevan en su alma esta tierra diversa y unida; a España, faro eterno de cultura y humanidad; y a los pueblos hispanoamericanos e hispanohablantes, mal denominados conceptual e históricamente latinos, desde México hasta Argentina, desde Chile hasta Filipinas y Guinea Ecuatorial, que comparten esta herencia viva, este latido imperecedero que, forjado en el crisol de sangres y sueños, nos une en un abrazo fraterno bajo el sol radiante de la Hispanidad.
Prof. Dr. Martín González y Santiago
(Dr. en Medicina, Seguridad y Derecho)
Investigador y Profesor Universitario
Analista de Inteligencia