El humo que queda

Comenzó a fumar tarde, a los veintitantos, y por aburrimiento. Siempre lo achacó al traslado, inesperado y temporal, a aquella ciudad que se extendía junto a un río seco y al gran desierto africano. Tenía tanto tiempo libre por las tardes que se aficionó a leer novelas de Silver Kane. Y a fumar cigarrillos con sorprendente frecuencia y lentitud.

Una vez me confesó que, entonces, disfrutaba enormemente haciendo anillos de humo con su boca. Luego seguía sus trayectorias hasta que se perdían en el aire cálido y polvoriento de la oficina.

A África llegó con cuerpo de atleta. Regresó gordo —aseguraba que era imposible correr con aquel calor— y convertido en un fumador inverosímil. Fue de aquellos que aprendieron con las películas de los cincuenta y sesenta, cuando fumar era sinónimo de sofisticación, misterio, incluso rebeldía; parte de una estética masculina singular e irrepetible.

Aunque fumar ya mataba, para él era un acto hermoso, un arte, un lenguaje. Una forma atrevida de estar en el mundo.

Siendo adolescente soñé con imitarlo. Quise aprender a fumar solo para apropiarme de ese ademán: entrecerrar los ojos al dar la calada, mover la mano con el cigarrillo de forma distinta, con otra coreografía. Encima, él tenía unos dedos largos y varoniles que el vicio resaltaba.

Tengo un amigo que al fumar me recuerda siempre a él. Lo observo con nostalgia. Veo cómo coge el cigarrillo entre los dedos, cómo le da exactamente tres caladas cortas y lo apaga retorciéndolo en el cenicero. Mientras, me mira igual que él miraba, de una manera singular, a través del velo humeante, con una ceja alzada y un ojo semicerrado. Como si me retara, pero al mismo tiempo, como si no me estuviera viendo.

Es como si ciertos gestos fueran atemporales, portadores de algo que trasciende a las personas que los ejecutan.

No fueron pocas las veces que le oí decir que iba a dejar el cigarro. Nunca lo consiguió. Quizás porque significaba renunciar a un gozo que para él resultaba irrenunciable: el del primer cigarrillo con el primer café, cuando el silencio y la oscuridad aún abrazaban a la ciudad que dormía.

Sorprendentemente, dejó de fumar del mismo modo que comenzó: cuando nadie lo esperaba. Lo logró ya enfermo de leucemia, meses antes de fallecer, cuando supo que a su vida, como a los cigarrillos que sostenía entre sus dedos, apenas le quedaba unas caladas.

He pensado en ello muchas veces. Creo que lo consiguió precisamente porque recuperó el control sobre su propia muerte. Durante años había sido esclavo de un hábito que sabía que podía matarlo. Después de tantos intentos fallidos, finalmente pudo demostrar —aunque fuera al final— que tenía la fuerza para dejarlo. Y no por miedo a la muerte, sino por dignidad ante ella.

Todavía conservo el viejo hábito de escudriñar calladamente a quienes fuman. Quizás porque aún busco en los fumadores esa teatralidad que tanto me fascinaba en él. Sigue siendo, para mí, el hombre que fumó de la manera más hermosa que jamás he visto. Y eso no se olvida.

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