Hoy, en medio de una tarea tan cotidiana como pasar la aspiradora, encontré una enseñanza que va más allá de lo doméstico. Al enchufarla en lo que parecía el centro de la casa, pensé que tendría alcance suficiente para limpiar cada rincón. Pero pronto descubrí que no llegaba a los extremos: quedaban zonas a las que no podía acceder, rincones que permanecían intactos. Fue necesario recurrir a otros enchufes, situados en lugares más alejados, para alcanzar esos espacios ocultos.
Entonces comprendí que estar en el centro no significa necesariamente estar centrado. El centro puede dar una sensación de control, de comodidad, incluso de poder, pero no garantiza la amplitud ni la profundidad necesarias para llegar a todo lo que importa. En la vida ocurre lo mismo: no basta con permanecer en un punto central. Necesitamos varios puntos de conexión, distintas entradas, que nos permitan acercarnos a lo que queda en la periferia.
Esta intuición me llevó a pensar en lo que llamo la teoría de las conexiones periféricas. Se trata de una forma de mirar la vida, las relaciones y la sociedad desde la conciencia de que lo esencial no siempre se encuentra en el centro visible, sino en los márgenes, en esos lugares donde suele acumularse el polvo del olvido.
En lo social, por ejemplo, el centro es el espacio de las decisiones políticas, económicas y culturales que determinan el rumbo colectivo. Pero si solo escuchamos al centro, corremos el riesgo de dejar sin voz a quienes habitan en la periferia: barrios alejados, comunidades silenciadas, personas que no se sienten representadas. Los márgenes acumulan realidades que necesitan ser vistas, comprendidas y atendidas. No basta con gobernar desde un núcleo central; hace falta tender conexiones que lleguen hasta los extremos.
En lo cultural ocurre algo parecido. Muchas veces se asocia la cultura con las grandes ciudades, con los teatros principales, con las instituciones más reconocidas. Sin embargo, en los pueblos pequeños, en los colectivos que trabajan desde la base, en los artistas que crean desde la periferia, hay un pulso vivo que sostiene la diversidad y la autenticidad. Si reducimos la mirada al centro, perdemos la riqueza de esas voces que laten en los márgenes.
Incluso en lo personal podemos reconocer este fenómeno. Vivimos convencidos de que estar “en el centro” de nuestra vida —trabajo, familia, compromisos— es sinónimo de equilibrio. Sin embargo, muchas veces dejamos sin atender nuestras propias periferias internas: emociones reprimidas, recuerdos incómodos, miedos escondidos, deseos no expresados. Son esos rincones los que más necesitan nuestra atención, porque en ellos se acumula el polvo emocional que tarde o temprano nos condiciona. Para mantenernos centrados de verdad necesitamos recorrer también nuestros extremos, reconocer lo que allí habita y darle espacio.
Estar centrado, en este sentido, no significa replegarse en una burbuja interior ni vivir aislado del mundo exterior. Estar centrado es mantener un equilibrio interior que nos permita acercarnos a los extremos sin perder serenidad. Desde ese estado, podemos aproximarnos a quienes viven en el radicalismo, en la desesperanza o en la exclusión, no para justificarlos ni para mimetizarnos con ellos, sino para comprenderlos, acompañarlos y, en algunos casos, rescatarlos. Quien se queda atrapado en el extremismo lo hace muchas veces porque ha perdido conexión con su propio centro. La empatía no es complicidad, es puente: nos permite acercarnos, ver lo que hay detrás de esas posiciones y, cuando sea posible, ofrecer una salida hacia el equilibrio.
La aspiradora, con su cable y sus enchufes, me regaló una lección que trasciende lo doméstico. La vida exige múltiples puntos de acceso. Solo desde esa capacidad de movernos y conectar en distintos lugares podemos limpiar los rincones olvidados y mantener nuestra casa —personal y colectiva— en armonía. Quedarse en el centro puede ser cómodo, pero la plenitud se alcanza cuando somos capaces de extendernos hasta las periferias sin perder el equilibrio de nuestro propio eje.
En términos de la filosofía MAXIMÍN, esto significa vivir momentos de máximos con lo mínimo: comprender que basta un pequeño gesto —mover un enchufe, acercarse a un rincón olvidado, escuchar una voz silenciada— para transformar la totalidad de un espacio. La grandeza de la vida no se mide por permanecer en el centro, sino por la capacidad de abrirse a los extremos sin quebrarse, de abarcar lo que parecía lejano sin perder serenidad.
Podría resumirse en una imagen sencilla:
Estar centrado es el arte de enchufarse a la vida con flexibilidad, de extender el cable hasta los márgenes sin perder la calma del propio eje. Solo así los rincones dejan de ser tierra de nadie y se convierten en parte de la casa común.
Porque, al final, lo que me enseña el uso de la aspiradora es que no basta con centralizar; necesitamos conectar, expandirnos, empatizar. Solo de ese modo podemos mantenernos verdaderamente centrados en medio de un mundo lleno de extremos.