Hay personas que viven el mundo con una intensidad diferente. No lo hacen por elección, ni por fragilidad. Es su manera natural de habitar la vida. Perciben matices que para otros pasan inadvertidos: una mirada que cambia, una palabra que vibra distinta, una luz que se vuelve demasiado fuerte o una melodía que les traspasa hasta las lágrimas. Son las llamadas Personas Altamente Sensibles (PAS), y su forma de sentir nos recuerda que la sensibilidad, lejos de ser debilidad, es una manera profunda de estar presentes.
La psicóloga Elaine N. Aron acuñó este término en los años noventa para describir a quienes poseen un sistema nervioso más permeable, capaz de captar más información del entorno y procesarla con una profundidad inusual. Se calcula que cerca del veinte por ciento de la población comparte este rasgo, aunque la mayoría lo desconoce o lo vive con incomodidad, sobre todo en una sociedad que confunde sensibilidad con fragilidad y rapidez con eficacia.
El documental “Sensibilidad al trasluz”, dirigido por Diana y Anabel Toro, arroja luz sobre esta realidad. A través de historias reales, nos invita a mirar sin prejuicios a quienes sienten más. En cada testimonio se revela una verdad sencilla y poderosa: sentir intensamente puede doler, pero también permite vivir con una plenitud que pocos alcanzan.
Las personas altamente sensibles suelen necesitar más tiempo para procesar lo que viven. Les conmueve el arte, la naturaleza, las emociones ajenas; sufren con el dolor del mundo, pero también se emocionan con la belleza de lo cotidiano. Su empatía es tan grande que, a veces, los sobrepasa. Les cuesta estar en lugares ruidosos o bajo luces intensas. Sin embargo, esa misma sensibilidad les permite ver el alma de las cosas.
No se trata de cambiar ni de endurecerse, sino de aprender a cuidarse sin esconderse. La sensibilidad necesita refugios: el silencio, la naturaleza, la música, los abrazos sinceros, la respiración consciente. Espacios donde el alma pueda descansar del exceso de estímulos y reencontrarse con su ritmo natural.
Desde la práctica del Mindfulness y la gestión emocional, aprender a poner límites y a reconocer las señales del cuerpo se convierte en un acto de amor propio. La pausa, la escucha, la respiración, el no tener que justificar lo que se siente, son formas de respeto hacia esa estructura interna tan fina y sensible.
Ser una persona altamente sensible no significa vivir a la defensiva, sino aceptar que el mundo se percibe en alta definición: todo duele un poco más, pero también todo brilla con una claridad inigualable. En esa dualidad se esconde la belleza del rasgo. Porque donde otros solo ven un paisaje, ellas perciben textura, olor, temperatura y emoción. Donde otros oyen ruido, ellas escuchan matices. Donde otros pasan de largo, ellas se detienen.
La sociedad necesita esta sensibilidad tanto como el aire limpio o el agua clara. En un mundo que corre sin mirar, las PAS nos enseñan a sentir con conciencia. A valorar la sutileza, la pausa, la empatía. Nos recuerdan que la verdadera fortaleza no consiste en no sentir, sino en seguir sintiendo incluso cuando el entorno empuja a anestesiarse.
Quizás ese sea el mensaje más profundo del documental y de todas las personas que viven con esta condición: la sensibilidad no es una carga, es un lenguaje del alma. Aprender a escucharlo —en uno mismo y en los demás— es también aprender a vivir con más sentido, más respeto y más compasión.
En definitiva, ser altamente sensible es un don. Un don que, como todos los dones, requiere cuidado, autoconocimiento y espacios donde florecer.
Y tal vez, si empezamos a mirar el mundo con un poco más de esa delicadeza, comprendamos que la sensibilidad no es un exceso, sino una forma luminosa de presencia.
SansofíCoaching
Esteban Rodríguez García
Coach en Gestión Emocional y Mindfulness
Creador de la filosofía MAXIMÍN: Momentos de Máximos con lo Mínimo