Sostiene que hasta la fecha nadie ha averiguado en qué consiste ser padre. Tal vez, dice, no sea más que forjar a los hijos en el oficio de estar vivos. O, quizás, esa voluntad casi animal de cambiar el rumbo del mundo en nombre de un amor que se extiende desde la cuna hasta su último grito. Ni él mismo lo sabe, pero supone que habrá tantas opiniones como progenitores en el mundo.
Lo cierto es que hoy hace diez años que nació como padre. A menudo piensa en ese día, en el parto, y se ve de nuevo llamando a sus hermanos para describirles, con la garganta anudada por la emoción, al hijo recién nacido. Hace tan sólo unos meses le revelaron que su padre hizo lo mismo cuando él nació: abandonó solo el paritorio, buscó una cabina, llamó y describió, con una sensibilidad y una delicadeza impropia de un joven empleado de banca, al hijo que estaba destinado a llamarse como él porque, aseguraba, era exactamente como él.
La memoria le trae de nuevo a su hijo, que, pequeño y frágil, ya se encuentra en la habitación donde comenzará su convivencia con este mundo absurdo pero arrebatadoramente hermoso. Recuerda cómo lo alzaba en brazos y cómo observaba sus rasgos, su nariz, su mentón, la forma reconocible de su cráneo. Aún le estremece el misterio físico y mitológico de los genes que atraviesan el tiempo y que trazan, entre un abuelo y un nieto que nunca se conocieron, una ascendencia y una descendencia calcada. Idéntica. Conmovedoramente exacta.
Y se recrea de nuevo en el silencio de la habitación. Un silencio auténtico y desconocido que ponía en entredicho la necesidad de las palabras. Un silencio que buscó con obsesión en los libros, en los bosques, en el mar, en la noche poblada de estrellas, pero que jamás encontró porque, aquel, era el silencio exclusivo de un niño al que sólo apaciguaba el latido reconfortante de su madre.
Cómo pueden caber diez años en apenas unos segundos, se pregunta. El tiempo siempre enseña pero hace falta tiempo para aprender del tiempo. Diez años sintiendo que se ha ganado la lotería con un hijo tan alegre, transparente, inquieto, insaciable y espontáneo. Un hijo que siempre le habla con franqueza y sin prejuicios. Un hijo que aún no describe el mundo, y para qué si el mundo es suyo.
Sabe que los deseos no se pueden decir porque, para que se cumplan, no se deben contar. Por eso ha decidido callar cuando el hijo sople hoy las velas, y piensa en lo único que le gustaría que se cumpliera y que es, precisamente, lo que ni fue ni jamás le será dado: seguir juntos para siempre.