Entré a casa gritando, saltando, riendo. ¡Había tanto tiempo que no lo hacía! Hacía tanto que la felicidad nos había abandonado. Pero aquel día era diferente, en el instituto no paraban de hablar de él. Los periódicos daban la noticia, y seguro que, además, también saldría en la televisión. ¡Por fin había logrado la fama! Su último relato, el que no le dio tiempo de corregir, le estaba haciendo famoso, cuando él ya no podía verlo. Los medios le apodaban «El Vincent van Gogh de la literatura».

Así fue como ese relato, ese corto relato, le descubrió al gran público. Han pasado unos pocos años y, cada día más, se lamentan las grandes editoriales que le rechazaron, de no haber profundizado en sus obras y no haberlas leído con interés. Aun así, él estaría contento, al final logró que su numerosa prole no pasase necesidades.

Mientras, todos los de la familia estamos de acuerdo, al menos por justicia poética, nos oponemos a que aquéllos que le negaron visibilidad en vida, puedan explotar sus obras después de muerto. No es menos cierto que es más fácil hacer esto cuando son tantos los que tocan en nuestra puerta, con el fin de comprar los derechos y publicar su obra en varios idiomas o llevarlos a la gran pantalla.

Me parece que le estoy viendo siempre con una pequeña libreta y un bolígrafo en su bolsillo, y si se le ocurría algo, la sacaba y lo anotaba. Le daba igual si estaba en medio de la calle o hablando con alguien. Cualquier cosa podía esperar, pero no su anotación. «Nunca se sabe cuándo puede llegar la inspiración», decía. En las siguientes semanas, tras su marcha, descubrimos decenas de libretas llenas de anotaciones sin usar. Si la vida le hubiera dejado, ¡cuánto habría escrito!

Él siempre fue un incomprendido, también por nuestra parte. Quizás Vincent van Gogh fuera autista, no lo sé, pero él sí lo era, y como el pintor de girasoles, tenía dificultades para comunicarse con las personas cercanas. Eso sí, él no se suicidó, mataba a algunos, bueno, a muchos de sus personajes, pero él sólo vivía para escribir.

Y lo hizo hasta el final, nunca descansaba. Murió agotado, pero con las botas puestas, escribiendo su último relato de madrugada. ¡Ése que le dio la fama!

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