Hoy es un día extraño, aunque pase lo mismo cada año. Ella no recuerda su aniversario de boda, porque, en el fondo, a ella nunca le importó. Él, que sale a las cinco de la mañana al Mercado a comprar mercancía, y no llega a la casa hasta las cuatro de la tarde, en el fondo, siempre lo sospechó, porque cuando el mundo se digitalizó, su esposa fue de las pioneras: de las que comenzó el flirteo con otros hombres a través de las, hoy obsoletas, primeras comunicaciones por internet. Cambió, ella ya no tenía que esperar por él, y comenzó a planear viajes de descanso espiritual. Fue andando su camino, hasta que, un viernes, le esperó con la maleta hecha, y cuando él llegó del trabajo, le dijo «He conocido a otro, me marcho a Albacete con él, saqué la mitad del dinero de la cuenta, que para eso es mío, y me voy. ¡Cuida bien de los niños!».
A nosotros no nos había dicho nada. Cuando llegamos a casa el viernes por la tarde, él seguía sentado en el suelo del pasillo, con la cara desencajada, la mirada perdida, y los ojos hinchados. Nos sentamos junto a él y le abrazamos sin decir nada. Aunque no éramos muy mayores, a ninguno nos gustaban las conversaciones salidas de tono que oíamos por teléfono un día sí y otro también cuando él no estaba. Mientras papá sólo repetía: «No me dejó decir nada, me apartó de la puerta, y se fue».
La aventura duró poco, apenas unos meses. Volvió con las orejas gachas, y melosa, a la casa. Y él le abrió las puertas de nuevo.
—¿Qué iba a hacer? —nos preguntaba—. Es vuestra madre—, cuando le reprochábamos que la dejara volver como si no hubiera pasado nada, sin pedir perdón, y como si en el pueblo no fuéramos la comidilla, riéndose de nosotros, y de él.
Ella prometió muchas cosas, y no sólo a nuestro padre. Sin embargo, no las cumplió. Así, antes de que pasara un año repitió la jugada. Esta vez el viaje fue más largo, de Navarra hasta Canarias, sin escalas. Mientras, de nuevo, en el pueblo la gente hablaba: ¡Qué malo debe ser él en la casa, si su mujer no le aguanta!
La segunda aventura fue peor, duró poco más de un año, y volvió con la barriga hinchada. Nosotros no la queríamos en casa, pero él nos decía: «No podemos dejar a su nueva hermana en la calle, ella no debe culpa». Lo aceptamos, ¡tenía razón! Desde entonces, vivimos todos bajo el mismo techo, que no es lo mismo que vivir juntos.