Siempre está ahí cuando abro la puerta por las mañanas para ir al trabajo. Sentado, de verano a invierno, con sus coloridas bermudas en el frío cemento de la acera. Y su saludo es sólo suyo: «Tres, mil pesetas». Sonrío su ocurrencia, como cada día, levanto la mano y sigo.
Es su forma de justificar el cambio de indumentaria pasados los sesenta. De los pantalones de pinzas a las bermudas por el fantástico precio que había logrado en el mercadillo: tres por mil pesetas. ¡Ahí empezó la globalización!, los chinos vinieron más tarde. Con ese dinero, la pobre costurera del pueblo no podía hacerle ni unos pantalones, aunque él llevase la tela.
Quiere ser amable, pero, aun así, es distante. Sin embargo, no sé yo cuál sería mi comportamiento viviendo, como él, junto al cementerio. Su casa, separada de la pared del camposanto por un pino que nadie plantó, en el estrecho desierto que la separa del cementerio. Un pino robusto, erguido, imponente, y solitario, como él.
En mis primeros meses, antes de conocerle, imaginé quién era. Pensé en un solterón o alguien que enviudó joven. ¡Hay que ver todo lo que podemos imaginar!, claro, sin saber. Hasta que una tarde, cuando llegaba del trabajo, me senté con él. Y hablamos.
Hablamos de lo mortal y de lo divino, de su mujer enferma en casa de su hija. Y de que él no pudo acostumbrarse al ruido de la ciudad nacida, al albor de la aparcería, en las tierras del Marqués del Sur. Él prefería su campo, su frío, su entorno, aunque no estuviera con su compañera. Hablaba sereno, pero con tristeza.
Nunca más volví a mirarle de la misma manera. En él encontré el reflejo de las palabras de Charles Bukowski: «La vejez es una etapa que puede resultar muy dura si no tenemos el apoyo de nuestros amigos y familiares». Yo no era ni su amiga, ni su familia; era su vecina de enfrente. Y mientras decidió seguir con nosotros, intenté que supiera que tenía alguien con quien podía contar, sólo con cruzar la carretera.
Yo sé que, si siguiera con nosotros, él seguiría sentado, y el pino, erguido.