ACOSO

Las imágenes no dejaban lugar a dudas: un grupo de adolescentes rodeó a un joven de su misma edad, más bien flaco, con gafas de pasta, pelo castaño rizado, piel blanca, y gorra con la visera a un lado. Parecían conocerse, ya que él no se extrañó al verlos. Primero se rieron de él, luego lo insultaron, y como él no respondía, sino que intentaba salir del círculo que formaban a su alrededor, comenzaron a empujarlo, mientras algunos grababan y los jaleaban. Al final, lo tiraron y empezaron a darle patadas. Aunque él no gritaba, no pedía ayuda, solo les decía que parasen, sin levantar la voz, hasta que lo dejaron callado. Ahí se cortó la grabación, para que los subtítulos avanzaran que el crío llevaba dos días en coma, luchando por su vida.

«Cada día que pasa perdemos un poquito de vida», leí en una ocasión, no sé dónde, y le añadiría que tenemos una facilidad pasmosa para olvidar los malos momentos, los ajenos y los propios.

Tras ver la noticia, me acordé de él, e intenté recordar su cara. Nos hicimos amigos enseguida, éramos de los pocos a los que nos tocó la lotería de engrosar la lista de alumnos, en primero de Bachillerato, en el curso de los repetidores.

Era un chico majo y corpulento, aunque no se metía en líos. Huérfano, su padre había fallecido el año anterior, y él, hijo único, vivía ahora como podía con su madre. Ella le insistía en que tenía que estudiar como quería su padre, por eso venía a diario en guagua desde su Moya natal. Yo era mucho más enclenque que él, y bastante más bajo, de hecho, si no hubiera sido por otro alumno de la Atalaya que se incorporó también aquel año al instituto, hubiera sido yo el más pequeño de altura de todo el centro.

Por más que intento, no logro encontrar en mi memoria la cara de aquel compañero de fatigas, ni tampoco su nombre. El acoso siempre ha existido, y nosotros lo sufrimos. Aunque no recibiéramos palizas, si nos daban bofetones verbales. Además, debíamos tener siempre nuestras maletas con nosotros: apenas nos despistábamos, los repetidores aprovechaban para enviarlas en vuelo directo al seco Barranco de las Garzas. No fueron pocas las veces que corrieron por el barranco nuestras lágrimas de impotencia cada vez que bajábamos al rescate de las maletas voladoras. A mí me lo hacían por bajito; a él, por buenazo.