El otro día, en casa, te confesé que me encanta verte reír. Tu risa me hace libre/ me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca, le escribió emocionado el poeta a su hijo. El otro día, en casa, me preguntaste si recuerdo la vez en la que más me he reído. No lo sé, te dije con la mano en el corazón. Sin embargo, esa misma noche me acordé de él. Yo tuve un amigo que era mucho más que un tesoro. Un amigo con quien crucé esa tierra cada vez más oscura y lejana llamada juventud.  Su amistad fue como un nido para mí. Él era alegre y airado y tenía un humor audaz e inteligente, capaz de retorcer el orden y el significado de las palabras sólo para hacerme reír.  No, he conocido a nadie como él, con ese ingenio y esa agudeza mental. A pesar de su juventud, era un viejo gozador de la vida, de los placeres profundos y sencillos. Mi amigo era alto y delgado como el trigo maduro. Y caminaba sobre los caminos con la elegancia y la determinación que sólo otorga la verdadera libertad.  Él me daba risas. Yo, a cambio, le sugería aventuras. Una vez atravesamos la isla caminando. Evitamos el asfalto. Andamos y andamos sólo por caminos viejos y olvidados, sin mapas ni señales. Sin destino. Dormíamos allí donde nos invitaba la noche. Tuvimos tanto tiempo para nosotros que aprendimos a mirar el paisaje sin pensar en nada. Y así descubrimos lo inefable. Aquellos fueron días de altas aventuras. Y de risas. Nos reíamos sobre todo del sinsentido de la vida porque la vida, sin humor y sin buenas historias, no tiene sentido. Ahora que todos estamos lejos de todo, mi amigo me habla desde su lejanía, desde los recuerdos que llevo conmigo como quien lleva una fotografía en su bolsillo que mira cuando se aburre o cuando se siente triste. Pero en su voz no hay nada de nostalgia. Ni de melancolía. Sólo su alegría irrepetible, su perspicacia. Y la risa.

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