Decisiones

Nunca se imaginó entrando al destartalado bar que estaba en el edificio de enfrente. Al pasar por ahí, de camino a casa, siempre cambiaba de acera. El olor a aceite requemado y el sonido de las máquinas tragaperras le desagradaban especialmente. Pero, después de haberla llamado y escuchar como gemía por teléfono, contándole lo sucedido, consiguió que le dijera dónde estaba, y tenía que acompañarla.

Estaba al fondo, en el lugar más oscuro, debajo del ventanuco que dejaba salir los olores hasta la calle de atrás. Removiendo el azúcar de una taza de café, que ya estaba frío, con sus gafas de sol de marco grueso y forma cuadrada puestas para que no se notase que había estado llorando. Se sentó frente a ella, mirándola, sin decirle nada de lo que pensaba.

Ella había forzado, convencida de tener la razón, convencida de tener la sartén por el mango. Creyendo, ilusa, que el comportamiento de su marido, en los últimos treinta años, cambiaría. Ella, ahora, debía imponerse. Se desahogaba hablando con sus compañeras de trabajo, que la animaban, y le insistían en que no podía seguir así. Su nuevo mundo, sus nuevas amigas, le hicieron ver que su vida, la que había vivido hasta ahora, no era vida, y ella las creyó.

Empoderada con su nueva razón, incluso habló con una letrada. Aunque no le gustó mucho cómo la atendió, tampoco le quitó de la cabeza su nueva verdad, así que seguía, unilateralmente, cambiando su modo de vida, mientras otro abogado que le habían recomendado le hacía hueco en su agenda. Mientras, el amargado, su marido, veía que su mundo desaparecía. Ése que le dejaron construir todos estos años, mientras veía que ahora, la misma persona, su mujer, le decía que ya eso no valía.

Esa persona, que ahora llora ante mí, y que en el fondo retrasaba la decisión que tenía tomada, porque si se marchaba, ya no podría mantener el mismo nivel de vida, ya no podría llenar su vestidor, y su sueldo debería usarlo para gastos cotidianos.

Y hoy, que él, vencido, cedió a lo que ella le había pedido, ella, empoderada, le dijo que ya era tarde. Que, ahora, tenía que hacer más cambios. Él la escuchó, lloró por dentro, porque por fuera no sabía. Y cuando ella concluyó de exponer las condiciones del tratado de paz, él le contestó:

—Trae los papeles del divorcio cuanto antes, que te los firmo. Y te marchas de mi casa —le dijo, mientras salía a su trabajo.

Pero, ahora, ella, que tiene lo que quería, ya no sabe si era eso lo que necesitaba.