No entiendo cómo funciona mi mente. Salgo de casa a correr y me bastan diez metros para que una frase asalte de forma obsesiva mi cabeza: tu padre fue un buen atleta. Pocos conocen esta vieja condición de mi progenitor. Sin embargo, tiene hasta su leyenda. En casa oí decir que empezó a correr tarde, con quince o dieciséis años. Un día se celebraba una carrera no sabría decir dónde. Mi padre le preguntó a mi madre, a la sazón su novia, si quería que le regalara la copa del ganador. Ella afirmó. Y él corrió y ganó. Supongo que esa historia encierra algo de mito y algo de realidad. Hace muchos años que ninguno de los dos están, así que nunca sabré qué es ficción y qué verdad. Sin embargo, me gusta así porque prefiero la niebla de la fantasía al rigor de la certeza. Yo era muy niño cuando oí a Don Manuel Jiménez, que enseñó y entrenó a tantos, asegurar que mi padre había sido un gran atleta. Alto, con buenas piernas. Y muy seguro de sí mismo, dijo. Yo creo que la época en la que más entrenó y compitió fue cuando hizo el servicio militar. En casa, en un álbum con tapas duras y color cuero, había una foto de él junto a otros en la Plaza Mayor de Salamanca. Juraría que era invierno. Y que mi padre, como todos, vestía un tres cuartos de paño para aplacar el frío siberiano de esa tierra que aún huele a imperio. Era el más alto de todos. Según me confesó la única vez que le pregunté, ese grupo era una selección de los mejores atletas del ejército. A nivel nacional. Sólo conozco una foto suya corriendo que le regalamos sus hijos por navidad y que recibió con un silencio conmovedor. Lucía pantalón corto y camisa de tiro. Era fácil reconocer en la imagen los atributos que le dedicó don Manuel: la zancada elegante, sus piernas de felino. La mirada de un jugador de ajedrez. No sé más de su condición de atleta. Sí pude disfrutar, en cambio, su pasión por el atletismo. Le gustaban las carreras de campo a través que televisaban los domingos. Seguía especialmente a Antonio Prieto, aquel corredor pequeño e infatigable que corría con la constancia y determinación de un tren. Creo que mi cabeza rescató estos días la figura de mi padre porque aún lo extraño muchísimo. Ya andaba muy enfermo cuando tuve que acudir a él. Necesitaba su consejo. Recuerdo que fue un tiempo en el que yo andaba por la vida con el ánimo roto. Un tiempo en el que me faltaba lo simple y me sobraba desgana y vacío. En aquella ocasión, me sugirió que no me obsesionara por buscar respuestas. Céntrate en lo que haces y sigue adelante, me dijo. Hoy sé que la vida es una carrera de fondo. Y que mi padre fue un gran atleta. Pero esto casi nadie lo supo. Qué gran proeza.