…¡María, voy a fabricar un tren! –le gritó a su mujer.
Viejo loco, no tenemos ningún niño. ¿A quién le va a servir?
A veces, los ojos de mi padre eran exageradamente saltones y le daban un aspecto fantástico como el de los peces que flotaban en la superficie de las aguas. No le contestó a mi madre, aunque estaba dotado de innegables condiciones de orador y de ese don de persuasión que posee quien cree ciegamente en una idea, ahora su idea era hacer un tren para su hijo.
En la oscuridad sus palabras generaban eco, buscaba la complicidad de la noche para hacerme su confidencia. ¡Cómo disfrutaba con los secretos! Con temor de ser escuchado me cogió una mano, se arrodilló a mi lado y dijo bajito.
-He traído una máquina, vagones, raíles y una gran base de madera. ¡Vamos a fabricar un tren!
Preludiando un feliz acontecimiento que ni él mismo llegaba a comprender, me habló de las hembras de los peces que habitaban en el mar y al llegar los meses cálidos ponen centenares de huevos para –unos días más tarde sus crías vibrar en las aguas. Aquella noche mi padre se encontraba lleno de gracia.
Adoraba a sus hijas, eran dos niñas seguiditas pero la idea de tener un varón le fascinaba. Sin un varón su obra en esta vida estaría sin terminar.
…La vida algunas veces nos concede regalos, sobre todo cuando no estás atento, cuando te despistas. Por aquellos días le hicieron dos regalos a mi madre, o quizás tres. Uno era un mueble nuevo para su habitación, un gran cajón de fina madera que iba bien con el mobiliario antiguo de su dormitorio. Siempre estaba cerrado y mi madre me había advertido que no debía tocarlo. El olor es lo que más recuerdo a través de sus paredes. Sus sombras olían a medicinas, a primeros auxilios para un posible parto en casa. Me daba miedo. El otro era un libro de fotografías luminosas donde se podía contemplar niños como querubines a punto de nacer. Lo cerré rápidamente y guardé el secreto. Aquella visión podía ser un pecado, pero no un pecado cualquiera sino uno mortal.
A partir de aquel día escogía los momentos de descanso de mi madre para observarla. La notaba diferente, risueña, más gorda. Con un cierto desasosiego feliz, un día le pregunté:
-Que nos van a traer este año los Reyes Magos?
-¿A estas alturas? – Igual te llevas una sorpresa.
Así me contestó mi madre. Pero no se lo digas a nadie, añadió. Me quedé preocupada porque yo les había pedido unos patines y una muñeca con un sombrero. Ah, y unos calderos.
Aquella víspera de Reyes los sonidos y los olores de mi casa fueron diferentes, y no me dormí. El perfume de aquel cuarto me recordaba a los hospitales. Escuchaba, con un ojo abierto y con el otro cerrado, intentaba descifrar las entradas y las salidas de la habitación de al lado. No oía nada. De repente, el silencio lo rompió el llanto de un bebé.
Mi padre me llamó alborozado. Sus ojos estaban húmedos, parecía que quería llorar. Mi madre estaba tendida en su cama, a su lado había un bebé que movía su boca y sus ojos torpemente. Muy morenito, con mucho pelo de color negro. Cuarenta ojos lo miraban entre un gran revuelo de vecinas; yo estaba soñolienta y orinada. Una de las hijas de mi vecina que había compartido mi cama me había mojado. Entonces el contenido llanto de mi padre se me contagió y rompí a llorar.
-Bueno ¿Qué me dices? ¡Un hermanito! –dijo mi madre, emocionada.
-¿Es nuestro? ¿No me están engañando?
-No, lo han traído los Reyes Magos.
-No es feo ¿verdad? ¿A quién se parece?
-No se parece al Niño Jesús, le contesté. Le di un beso en una manita después de que mi madre me lo autorizase con la mirada y me fui a acostar.
…Lo que había pasado aquel día no resultaba normal. Era el día de Reyes y nos habían traído a todos un niño. Y no es que yo fuera desagradecida, pero ¿a dónde habrían ido a parar mis patines y mi muñeca con un sombrero? Ah ¿Y mis calderos? Me puse de malhumor y estaba a punto de llorar de nuevo cuando mi padre se me acercó haciendo un corro con todas mis amigas y mi hermana. En fila india nos llevó al comedor, y por la galería observé el pienso que les habíamos dejado a los camellos.
Al llegar al salón, mi padre entró el primero, los demás nos quedamos retraídos pero nos fuimos acercando poquito a poco. La sonrisa se asomó curiosa a mis ojos:
-A ver, a ver, dije, nerviosa.
Ahora sí que me sentía feliz, al fin eché una ojeada a todos los juguetes. Y allí estaban mis patines, la muñeca con el sombrero y los calderos. Todavía recuerdo los ojos de mi padre sin pestañear. Sofocado, con aquella mirada suya de complicidad, sosteniendo sobre un hombro un gran paquete bien envuelto, dijo:
-Escucha, Escucha.
El pitido de un tren silbaba en mis oídos. Lo desenvolvió y lo dejó en el suelo. El trenecito rugía, envuelto en los aplausos de todos los niños que estábamos allí y se deslizaba automáticamente por aquellas vías que mi padre y yo habíamos construido.
Fragmento de mi libro “La Peña de la Vieja y otros relatos”, Anroart, 2006, 2014