No sabía cómo colocarse. En El Lomo siempre hacía frío, aunque estuviéramos en verano. Y a las seis y poco de la mañana, más. Ese viento constante no te deja recordar la caliente cama en la que estabas hace unos pocos minutos, mientras te escondes detrás de la marquesina deseando que la guagua adelante su horario de paso para poder huir de tan desagradable compañero.
Ya no está acostumbrado a coger el transporte público, y, ante la duda, prefiere llegar con tiempo para no perderlo. Pasados varios minutos, llegó compañía a la parada, pero no la que podía esperar. No entendía nada de lo que hablaban los pocos que decidían saludar antes de sentarse. Eso sí, ellos controlaban mejor los horarios, puesto que, apenas habían pasado un par de minutos, y ahí estaba la guagua, manejada por un chófer que tenía ya una edad, en la que los reflejos, en su mayoría, ya debían haberse jubilado.
La última vez que él había cogido esta ruta, cuando aún tenía que peinarse, la guagua no era tan pequeña, aunque bien es cierto que, al igual que hoy, tampoco llevaba más de veinte personas. Sin embargo, en aquella época, los conocía a casi todos y podía hablar con cualquiera de ellos. Aunque, hoy, los únicos nacionales, además de él, eran el chófer que conducía hacia su jubilación y una jovencita con pantalón negro y camisa blanca que no debió haber terminado los estudios y con cara de no tener ninguna gana de levantarse tan temprano. Ella se bajó en la parada junto al único bar que estaba abierto en todo el recorrido. Supongo que para trabajar, y no para tomarse el café que la ayudase a despertar.
Los demás eran inmigrantes, hombres y mujeres, con todos los tipos de tonalidad de piel. Todos entre dormidos y despiertos, pero sin cruzarse palabra, aunque varios se bajaran, posteriormente, en el mismo sitio. En muchos casos, para subirse a un coche que les esperaba y hacer el resto del trayecto. Y es, de esta forma, como aquellos que llegaron como extranjeros se encargan de bajarse en distintas paradas que, de no ir ellos, dejarían de estar operativas. Lo hacen para ir a ganarse el jornal en una agricultura de la que todos dependemos y en la que ya nadie quiere trabajar. Al mismo tiempo, ese transitar a sus trabajos permite que esos pueblos de la España vaciada en Canarias puedan seguir teniendo un transporte regular de viajeros. Eso es fundamental para sus habitantes, que no tienen vehículo propio. Para que no se vean tan apartados de este Primer Mundo en el que ya nadie quiere ensuciarse trabajando. Pero tampoco quiere, a veces, a inmigrantes que vienen a cubrir los trabajos que los nacionales piensan que no les corresponden.