La mirada era brava. Le interrogaba con fiereza. Él bajó la cabeza y se sintió un cobarde. Un hombre de cuarenta y tantos derrotado por los enormes ojos de una mocosa indígena que no llegaría a los diez. 

Recordó a la mayor de sus hijas, aquella a quien había despedido meses atrás con un beso volado mientras montaba en la desvencijada carreta que le llevaría hasta las costas de Cádiz. El pajizo amarillo de las extensas llanuras del reino de Castilla era apenas un recuerdo en su memoria. Se sentía abatido, exhausto de una conquista que le alejaba cada vez más de su tierra, de su familia.

La niña se irguió y le lanzó una mirada arrogante. Sin duda, aquella no era una indígena cualquiera. Debía de pertenecer a una casta superior. Sonrió: por fin, algo de suerte. Obtendría por ella muchos más maravedíes que por todos los demás esclavos. 

La pequeña no se inmutó cuando se acercó a ella para atarle las manos con una áspera cuerda y subirla a un barco que la alejaría durante años de su isla.

Más tarde la bautizarían como Catalina. Pero ella nunca olvidaría su verdadero nombre: Masequera, hija de Atendiura y Egonayga Semidán. La última Wayyarminna.