No hay simetría en el pasado. Una foto tuya me provoca una sensación de vértigo al constatar lo rápido que has crecido. El fugaz paso del tiempo. Sin embargo, si veo una foto de él, de mi padre siendo niño, me invade la impresión de que los años han muerto pero que al tiempo, en cambio, no le ha pasado nada.
Me gustan las fotografías porque en cualquiera de ellas se encuentra uno de los momentos más misteriosos y contradictorios que conozco: un instante que, no valiendo ya para nada, sin embargo, vale para todo. Ahora mismo ocupan mi pantalla dos fotografías: a la izquierda está la tuya, en color, y a la derecha, la otra, en blanco y negro, en la que está mi padre. Las observo y siento una sensación extraña y hermosa al comprobar que, mi padre y tú, tienen la misma edad.
Mis ojos se detienen en la foto en la que está mi padre. La conozco desde hace años. Creo que podría estar mirándola durante horas. Porque me gustan los detalles. Las caras. Sus poses. Sus actitudes ante la cámara. La foto está hecha en el patio del colegio María Auxiliadora, es decir, Los Salesianos. Calculo que fue tomada hace unos setenta años. En conjunto, son veinte personas: diecisiete niños, dos curas y un seglar. Están ordenados en cuatro filas. En la primera, la más cercana a la cámara, están sentados los mayores. Los curas llevan sus largas sotanas mientras que, a su izquierda, el profesor laico, el seglar, de pelo ondulado, viste con traje claro, chaleco y corbata. Tiene cara de no haber sido retratado antes, como si no comprendiera del todo el sentido de hacerlo. El cura director del colegio, en el centro, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, no disimula su hastío. Los niños están dispuestos escalonadamente tras ellos. Dos filas de pie y la última, la más lejana, sentada en la baranda de la escalera que accede al patio, entonces más campo que patio. Me fijo en sus ropas. Todos los niños visten calzones cortos. Unos llevan botas. Otros, zapatos. Todos con camisas blancas y cuellos con las puntas por fuera de los abrigos o chalecos. Todos sonríen. Menos uno que, circunspecto, con una seriedad impropia de un niño, viste con chaqueta y corbata. Algunos juntan sus manos delante de sus cuerpos. Otros, detrás de su espalda. Uno de los alumnos, sentado en la última fila, sonríe ostensiblemente, posa su mano derecha en su rodilla doblada y pasa su brazo izquierdo sobre los hombros del compañero que tiene a su lado. Es mi padre. Me fascina ese gesto suyo tan afectuoso y espontáneo.
La fotografía me seduce porque atrapa la esencia y la fugacidad del momento. Y eso no deja de ser un milagro porque el tiempo tiene algo de taumaturgo: convierte el presente en pasado con solo chascar los dedos. Regreso a la foto con una mezcla de admiración y tristeza. La asimetría del pasado, el desigual destino que les espera: alguno, quizás, consiga pasar a la historia. La gran mayoría, en cambio, serán entregados al olvido.
Asegura Susan Sontag que no hay nada más engañoso que una fotografía. ¿Acaso nada es lo que parece? ¿O es que la imagen despierta la imaginación y la fábula en quienes la observan? Confieso que desconozco casi todo en torno a esta foto. No sé quién es su autor, por ejemplo. Ni el motivo por el que se hizo. Sin embargo, me gusta detenerme en los rostros e imaginar lo que me revela cada uno de sí mismo a partir de sus gestos, de sus posturas: yo fui un hombre apasionado; yo, en cambio, siempre fui un niño muy solitario. El que está a su lado, me asegura que raras veces se quejaba y que era chistoso y divertido; el que se toca la barbilla me susurra que fue poeta y que se emocionaba al descubrir la belleza en las cosas sencillas y pequeñas. Las fotografías, hijo, son como esas estrellas fugaces que cruzan el cielo nocturno, un breve destello en el eterno curso del tiempo. El pasado que nunca termina de pasar.