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Se cercioró de que no había nadie más, miró varias veces en derredor suyo, y, cuando estuvo seguro, gritó, con toda la fuerza de la que fue capaz:

—¿Por qué me hiciste esto? Mientras, lloraba sin consuelo; su respiración era dificultosa, no sé exactamente si por el dolor, por la angustia, o por la fibrosis quística, que ya se hacía cada vez más palpable.

Había venido directamente desde el hospital a gritarle a su difunta esposa. Hacía apenas una semana que habían puesto la lápida: «Leonor Martín Simón. Esposa fiel y madre ejemplar. Nunca te olvidaremos», rezaba impoluta en mármol blanco con las letras plateadas en relieve.

Habían llevado una vida feliz desde que se casaron, con apenas veinte años y, un año después, llegaron los gemelos. Sus hijos habían sido su vida desde entonces. Y, ahora, compartía con ellos la tristeza por la temprana muerte de su compañera y madre. ¡Ese maldito borracho le había dejado sin esposa! Y, ahora, sin respuestas a sus nuevas preguntas.

Hace apenas unas horas, justo antes de darle el alta del hospital, una residente de segundo año, con menos sensibilidad que un juez dictando sentencia, le había dicho, al verle triste:

—Lamento mucho su pérdida, pero aún es joven, y puede rehacer su vida para no quedarse solo.

—No se preocupe —le contestó él—. Tengo a mis gemelos, que están en el último año de carrera.

—Sería sorprendente que tuviese hijos con su enfermedad —le dijo ella, antes de marcharse. Luego, San Google hizo el resto.

Su cabeza iba a mil por hora, su idolatrada esposa ¡le había engañado! Sus hijos, sus adorados hijos, ahora no eran suyos. Ellos, que eran su orgullo, no eran suyos. Y cuanto más lo pensaba, más lloraba. Debía llamarlos y darles la noticia. Esa que implica que, en apenas un mes, su madre había muerto y ahora tampoco tenían padre.

Pasó tanto tiempo allí, que no se dio cuenta que se le había acercado alguien. Era el encargado de la limpieza del cementerio.

—La pérdida de un ser querido es siempre amarga, y hace algún tiempo, leí una frase que decía que «la vida son momentos difíciles y cuatro buenos», si puede, concéntrese en los buenos —. E igual que llegó, se fue.

Entonces, él pensó que sus cuatro momentos buenos los había tenido con esa mujer que ya no estaba y con esos hijos que ya no eran suyos. Pero él quería seguir teniendo momentos buenos con ellos. Para que así, cuando llegue su hora, poder rememorar no cuatro, sino cuarenta o cuatrocientos momentos buenos.