Tenía los oídos acostumbrados al traqueteo de las ruedas de las maletas. Habían transcurrido muchas horas desde que se sentó por vez primera en las escaleras de la Estación del Norte a ver pasar a los viajantes.
Los había de todas las condiciones: las que llegaban tarde y corrían arrastrando sus trolley intentando no tropezar; los bulliciosos que no cesaban de gritar restregando al resto del mundo su felicidad momentánea; los agitados que iban haciendo equilibrios entre el cochito de bebé, los tres hijos y las cuatro maletas; los aventureros con su deforme mochila pegada a la espalda; los glamourosos perfectamente combinados en ropa, zapatos y bultos; los playeros que, acompañados de un pequeño bolso, se subían al tren en dirección al mar; los soñadores más preocupados por la maleta en la que atesoraban los libros que por la que portaba la ropa; los compulsivos que apuraban una última calada al cigarrillo antes de entrar en la estación una hora antes de la salida del tren y los entristecidos que nunca cogían el tren y pasaban las horas sentados en el frío banco metálico con la mirada perdida, esperando a ese alguien que un día marchó con la promesa de regresar.
Y él, mudo espectador de la soledad humana. Tan insondable y dolorosa que solo podía apaciguar con el sabor agrio de un cartón de vino.
Sonrió. En cierto modo todos eran como él: viajantes de sueños incumplidos y corazones rotos.