Hoy había sido un día duro, como todos. Al trabajo se le llama así porque uno no va a divertirse. Sin embargo, la sorpresa le llegó al entrar a casa, saludó, pero su marido no le contestó, él siempre llegaba antes que ella, «quizás, hoy se le ha hecho tarde», pensó.

En cambio, al entrar en la cocina, vio que él estaba sentado con la mirada perdida viendo el reloj en la pared, pálido hasta el extremo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

Pero él no contestó, ni se movió, siguió mal sentado en la dura silla de madera blanca que heredaron con la compra de la vivienda. Ella se acercó rápido, asustada por su mutismo y aparente catalepsia, aunque pudo comprobar que respiraba. Fue en ese momento cuando la vio, él tenía una carta en su mano derecha. Le llamó tanto la atención, que la cogió, debe ser la única carta que han recibido en los últimos años que no remite el banco, las compañías de suministro, o el Ayuntamiento, avisando de la puesta al cobro de alguno de sus impuestos o tasas. Se sentó frente a él y comenzó a leerla en silencio, la letra le era familiar, tenía un estilo reconocible. Mientras ella la leía, él reaccionó, la miró sin que se diese cuenta, y esperó a que la leyera.

Había recogido la carta en el buzón, por inercia, sin prestarle atención, al llegar del trabajo. Cuando se sentó para verla, la sorpresa le pudo: era una carta que le enviaba su yo del futuro, casi la tira, pero reconoció su propia letra, y la abrió. Su yo del futuro le comunicaba que, si hoy apostaba, si hoy jugaba a la primitiva una combinación al azar, ganaría el bote de esta noche y no tendría que volver a trabajar. Eso sí, como era de esperar, a partir de ese momento, su vida no sería igual, pero no como cualquiera sueña, él se volvería egoísta, desconfiado, acaparador, altanero, y, además, su mujer se separaría de él.

Cuando ella terminó de leerla, ahora tan blanca como lo había encontrado a él, él le preguntó:

—¿Tú qué harías?