Mi hija no llegó a conocer a su padre gracias a la intercesión del divino. El nuevo tranvía le regaló un viaje a la estación Una Vida Mejor. Aunque fue, en realidad, una mejor vida para nosotras. Martina apenas tendría un par de años, y como su padre ni caso le hacía, ella nunca lo llamó ni le echó de menos. Durante todos esos años, mientras la criaba sola, pensaba que eso había sido una suerte.
Con catorce o quince años, en plena adolescencia, un vecino de buena familia y ella se habían encaprichado. Yo no estaba muy conforme, pero Martina insistió tanto, que permití el noviazgo. El chico era educado, respetuoso, y se querían. Cuanto más tiempo pasaba, más parecía que el primer amor iba a ser el único. Pero a mitad de curso, mientras estaban en C.O.U., un compañero con el que había compartido clase desde la guardería vino a casa y me habló de sus sospechas. «Estoy seguro de que Augusto maltrata a Martina», dijo.
Con toda la delicadeza de la que pude hacer acopio, hablé con ella de manera serena pero firme. En ese momento, con lágrimas en sus preciosos ojos negros, se sinceró conmigo. Me contó los desplantes, las malas palabras, y los desprecios que su novio le dispensaba, a todas horas, desde hacía bastante tiempo. ¡No lo podía creer! ¡No me había dado cuenta! Hablamos largo y tendido varias veces, la aconsejé, lo razonó, hasta que entendió que lo que más le convenía era dejar la relación.
Sin embargo, más pronto que tarde, el chivato ocupó el nido vacío. Era aún de mejor familia que el anterior. No quería que estuviera triste, y transigí de nuevo. Todo parecía ir normal hasta que, a mitad del primer curso de carrera, soltó la bomba. Estaba embarazada, pero la noticia no venía sola: dejaba los estudios y se marchaba a vivir con él. No me dio opción, y su edad impedía que pudiera prohibírselo.
Manteníamos un contacto regular, aunque intentaba inmiscuirme lo menos posible en su vida. La sorpresa llegó en forma de llamada del hospital una madrugada. Recogí a mi hija y me la llevé a casa con dos costillas rotas, la cara hinchada, y a mi nieta con quemaduras en la espalda. ¡Otra vez no lo había visto venir! Y ella nada me había contado. El tiempo todo lo cura, y juntas, lo superamos.
Pero ¡ya me estoy poniendo vieja! Hoy, tras un descuido, he visto en el móvil de mi nieta cómo su novio le exige las claves de sus redes sociales. «¡Por Dios! ¿Qué hago mal?».