Llueve, pero sólo en sus ojos. Sin saber cómo, ya va por El Rincón, conduce en piloto automático y, sin embargo, de repente ya no conduce, vuelve a ser un niño que va en una de las viejas guaguas de la Utinsa, con sus «impolutos» sillones de escay marrón. Mirando por la ventana, se encuentra en un déjà vu, viendo pasar las chabolas lentamente, con algunas mujeres tendiendo sus ropas en las vergas, delante de sus humildes casas, para que las seque el agua salada. Una puerta indiscreta se abre, y muestra un coche escondiendo su lustre: un Mercedes. Cómo entender que su dueño tenga un coche tan caro y, por el contrario, prefiera vivir en un sitio tan mísero.

Y más ahí, tan cercanos al peligro, constantemente vigilados por los tipis que se asomaban impasibles en lo alto de la montaña, escondiendo a los indios de las películas del oeste. Y es que ese niño, que hasta hace unos segundos conducía, mayor, su propio coche, temía que algún día los indios se abalanzaran pared abajo para atacar a los chabolistas, o, peor aún, a la guagua en la que él iba. Era lógico, ¿quién podía dudarlo? No podían esperar atacar a los ferrocarriles ni las diligencias, en esta tierra tan alejada del oeste americano. Por eso, lo que más se parecía era la cochambrosa guagua desteñida que le llevaba. Daba igual que sus padres le insistieran en que eran cañas como las de los barrancos, que se usaban para los tomateros en Los Giles. ¡Qué sabrían ellos!

Y de nuevo, sin darse cuenta, sin saber bien cómo debió dejar su coche en el aparcamiento, ya estaba en la tercera planta del Dr. Negrín, en la sala de espera de quirófanos. Sus ojos, cada vez más lluviosos, esperaban no sólo que todo fuera bien, sino un milagro. Al mismo tiempo que otros pasan delante de él llorando sin consuelo, cuando ya saben que el milagro que pedían no se cumplirá. Y es, en ese momento, cuando reza con más fuerza para que la operación no solamente salga bien, sino que sea la solución que haga que el milagro, su milagro, sí sea posible.

Sin embargo, el tiempo no tiene misericordia, y lo que pareció una victoria al final del día, los años demostraron que sólo fue una batalla que les permitió poder seguir luchando en una guerra donde las cartas parecen estar marcadas. Y en las que la guadaña de La Parca siempre termina teniendo la mano ganadora, logrando cortar las esperanzas de ganar esa guerra perdida desde que se nace, sin saber ni el cuándo ni el cómo.