En una sociedad que presume de avances en empatía y comunicación, el bullying sigue siendo una herida abierta que muchos prefieren no mirar de frente. Se disfraza de “cosas de niños”, de bromas, de pruebas de carácter, cuando en realidad es un reflejo directo de nuestra incapacidad colectiva para enseñar respeto, empatía y límites.
El bullying no comienza en las aulas, sino mucho antes: en las casas, en los patios de recreo, en los grupos de WhatsApp donde se normaliza humillar, ridiculizar o excluir al diferente. Comienza cuando un niño observa cómo un adulto se burla de otro por su aspecto, su acento o su manera de pensar. Crece en el silencio de quienes miran hacia otro lado, en la risa cómplice de los testigos, en la indiferencia de los que deberían proteger.
Hoy, con las redes sociales como escenario, el acoso ha mutado. Ya no termina al sonar la campana del colegio. Persigue, vigila, se cuela en la intimidad del hogar a través de pantallas. Y las víctimas, cada vez más jóvenes, cargan con una angustia invisible que erosiona su autoestima y su deseo de vivir. Las estadísticas lo confirman, pero ninguna cifra puede describir el peso de sentirse constantemente observado, juzgado y señalado.
El problema no es solo escolar, es cultural. Seguimos criando generaciones que confunden fortaleza con crueldad, popularidad con poder, y humor con humillación. Necesitamos educar desde la empatía, enseñar a los niños a ponerse en la piel del otro, a comprender que todos somos vulnerables y que la verdadera valentía no está en dominar, sino en cuidar.
Combatir el bullying exige algo más que protocolos o campañas puntuales. Requiere compromiso emocional y social. Requiere que padres, docentes y medios de comunicación asuman su papel como modelos. Que dejemos de aplaudir la burla disfrazada de entretenimiento, que sancionemos el desprecio y premiemos la bondad.
Detrás de cada víctima hay un futuro que puede torcerse para siempre, y detrás de cada agresor, un espejo de lo que la sociedad ha permitido. Tal vez el primer paso sea romper ese eco del silencio que lo perpetúa, atrevernos a hablar, mirar y actuar.
Porque el bullying no se erradica con miedo ni con castigo, sino con conciencia, educación y amor. Y sobre todo, con la convicción de que ningún ser humano merece sentirse menos por ser quien es.



