Los montes arden. Los pueblos aguantan la respiración mientras el humo asfixia su presente y las cenizas borran su pasado. Cada chispa que vuela lleva consigo pedazos de nuestra memoria rural: bosques que vieron crecer a generaciones, caminos que guardan historias, casas que fueron refugio de vida y amor. Hoy solo queda el crepitar de las llamas devorando lo que el abandono político ha dejado secar.
La impotencia duele más que el humo. Duele ver a los bomberos, héroes sin capa, trabajar hasta el límite de sus fuerzas mientras sus familias esperan noticias. Duele escuchar a los vecinos de los pueblos, los verdaderos guardianes del territorio, repetir lo que llevan años advirtiendo: «Esto ocurriría si no se limpiaban los montes, si no se gestionaba el territorio». Sus voces, cargadas de sabiduría y experiencia, han sido ignoradas una y otra vez.
Mientras tanto, en despachos lejanos y playas tranquilas, quienes tienen el poder de cambiar las cosas miran hacia otro lado. ¿Cómo es posible que, año tras año, se repita la misma tragedia sin que se tomen medidas reales? ¿Cómo es posible que, mientras familias entierran sus sueños bajo los escombros del fuego, algunos sigan disfrutando de sus vacaciones como si nada ocurriera?
Esto no es solo un desastre natural; es el resultado de décadas de negligencia. De políticas cortoplacistas que priorizan el beneficio económico sobre la vida. De discursos vacíos que se repiten cada verano mientras los presupuestos para prevención y gestión forestal siguen siendo insuficientes. De una desconexión total entre quienes gobiernan y quienes sufren las consecuencias de sus decisiones.
Si el fuego llegara a las ciudades, a sus barrios exclusivos, a sus segundas residencias, ¿actuarían con la misma pasividad? Lo dudo. Porque entonces sí importaría. Entonces, las ruedas de prensa serían urgentes, los recursos llegarían sin demora y las excusas se convertirían en acciones. Pero los pueblos, esos territorios olvidados que sostienen nuestra identidad y nuestra tierra, siguen esperando.
Basta ya. Basta de promesas incumplidas. Basta de informes que se archivan y planes que nunca se ejecutan. Basta de dejar solos a quienes llevan años cuidando lo que otros destruyen con su indiferencia.
Hoy, más que nunca, necesitamos:
✅ Políticas reales de prevención, con inversión en gestión forestal y limpieza de montes.
✅ Escuchar a los rurales, a quienes conocen la tierra y saben lo que necesita.
✅ Responsabilidad política, que deje de lado la lucha partidista y se centre en salvar vidas y territorios.
✅ Solidaridad urbana, porque el campo no es solo cosa de pueblos; es el pulmón de todos.
Cuando el último pueblo se apague, cuando el último campo sea ceniza, no habrá discurso que valga. Solo quedará el silencio de lo que pudimos salvar y no hicimos.