Hoy quiero hablar de la humanización de los cuidados desde dos lugares que conviven en mí: el de enfermera y el de hija y madre que ha pasado demasiadas horas en pasillos de hospital. Dos miradas distintas que, juntas, revelan una realidad incómoda: la asistencia sanitaria se ha vuelto fría. Tan fría que a veces olvida que tratar una enfermedad no es lo mismo que tratar a la persona que la sufre.
Como profesional, sé lo que significa trabajar con presión asistencial, con falta de tiempo, con pasillos llenos y un sistema que mide más los indicadores que las emociones. Sé lo que es correr de una tarea a otra sin poder detenerte un minuto a acompañar un miedo, aunque te nazca hacerlo. No es falta de vocación; es falta de espacio para ejercerla. Estamos formados para cuidar, pero vivimos atrapados en un modelo que nos obliga a priorizar el procedimiento por encima del contacto humano.
Y, sin embargo, cuando dejo el uniforme y me convierto en familiar, esa frialdad se siente de una forma completamente distinta. Duele. Te sienta en una silla esperando noticias que no llegan. Te hace observar miradas que esquivan, voces que hablan en automático, explicaciones que parecen dirigidas a un expediente y no a una persona que tiembla delante de ellos.
He vivido ingresos de mis padres. He tenido a mi hija enferma en urgencias. Y en todos esos momentos, lo único que necesitaba era que alguien mirara a mis familiares a los ojos. Que alguien me dijera: “Estoy aquí”. Porque cuando estás al otro lado, lo técnico no basta. Hace falta humanidad. Hace falta presencia.
Pero hay un día que jamás olvidaré, porque fue, quizá, la expresión más cruda de lo que no debe ocurrir nunca en un sistema que se define como “de cuidados”.
Llevé a mi madre a urgencias de Consultas Externas de Oftalmología. Había sufrido lo que me describieron como “un infarto en un ojo”. De un minuto a otro, se quedó sin vista. El miedo que tenía era algo que se podía tocar.
Llegamos a las nueve de la mañana. La atendieron a las dos de la tarde. Cinco horas esperando una persona diabética, desorientada y sin comprender qué le estaba pasando. Nadie nos explicó la demora; simplemente éramos dos figuras más en un pasillo saturado.
Y al entrar en la consulta, la escena fue todavía más dura. Los médicos miraron su ojo, pero no a ella. No hubo un “¿cómo estás?”, ni una frase que la calmara. Solo un silencio frío, instrumental. Le pusieron un papel delante para que firmara. Mi madre, sin ver, sin entender, con las manos temblando. Y nadie le dijo que era un consentimiento informado. Nadie le explicó qué iba a ocurrir.
Cuando pregunté por la espera tan larga, una auxiliar respondió: “Como todos los que están aquí”. Una frase corta, pero cargada de todo lo que la humanización lucha por evitar. Mi madre era “como todos”, sí. Pero en ese momento también era una mujer que se estaba quedando ciega. Y su miedo merecía otra respuesta.
Lo cuento porque estas cosas no son excepciones aisladas. Reflejan un sistema que ha normalizado la despersonalización. Un sistema que produce profesionales agotados y pacientes desprotegidos. Un sistema que sigue hablando de humanización como concepto, pero aún no como práctica integrada en su estructura.
Humanizar no es un lujo ni un añadido. Es una necesidad clínica. Los estudios lo dicen y la experiencia también: un paciente que se siente acompañado colabora más, confía más, se cura mejor. Y un profesional que puede ejercer con humanidad experimenta menos desgaste, menos frustración, menos distancia emocional.
Humanizar significa mirar a los ojos, explicar, preguntar si se ha entendido, recordar que cada persona tiene una historia, una familia, un miedo detrás. Significa permitir que el profesional tenga tiempo para ser humano, no solo para registrar y correr. Significa escuchar al paciente y escuchar también al personal que está agotado.
No se trata de culpar a quienes trabajan dentro. Se trata de cambiar las condiciones para que puedan cuidar como saben. Porque la humanización no nace de un eslogan: nace de dar espacio para que la humanidad pueda manifestarse.
Y al final, la verdadera pregunta es simple: ¿qué clase de sistema queremos construir? Uno que trate patologías o uno que trate personas. Uno que acelere trámites o uno que acompañe vulnerabilidades.
Como enfermera, como madre, como hija, creo firmemente que podemos recuperar el calor humano que se ha ido perdiendo. Pero necesitamos voluntad real, cambios reales y una mirada colectiva que entienda que humanizar no es opcional. Es esencial.
Porque la salud es humana por naturaleza. Y la asistencia sanitaria también debería serlo. Siempre.


