Ya desde el inicio de todos los tiempos, el Sol y la Luna se amaban en silencio. Él, ardiente, brillante y apasionado, pasaba los días iluminando al planeta, aportando calor y vida a quiénes lo habitaban. Ella, serena, calmada y plateada, se contentaba admirándolo desde la distancia, reflejando en sí misma , toda la luz que él amablemente le regalaba.
¡Qué caprichoso el destino que, aun amándose con admiración, orgullo y respeto, no los dejara estar juntos! Cuando él despertaba y asomaba los primeros destellos de su tan bonita y cálida luz, ella debía dormir llevándose consigo, como buena guardiana, los sueños y deseos de la humanidad. Eran dos amantes que apenas tenían tiempo de rozarse, aprovechando para ellos los pocos minutos que separaban el amanecer del crepúsculo.
Aún así, aunque únicamente pudieran disfrutar de esos momentos fugaces, los aprovechaban al máximo haciendo que hasta incluso el cielo se tiñera de fuego y plata, y el universo entero se estremeciera ante tal bello espectáculo de luces y colores. Los humanos decidieron ponerle nombre a esos momentos llamándolos “amanecer” y “atardecer”, sin ni siquiera sospechar que dos almas celestes intercambiaban besos furtivos y casi robados.
Alguna vez, cada tanto, desafiando al destino y dejándose llevar por las ganas de estar juntos, la Luna se atrevía a acercarse al Sol a pleno día para poder ver a su amado más de cerca, momento en el que sumía al mundo a una total oscuridad. A esa penumbra momentánea también le pusieron nombre. La llamaron “eclipse”. Decían que se trataba de un fenómeno extraño que sucedía de vez en cuando, pero en realidad era una abrazo dulce y tierno entre dos corazones que se negaban a dejar de amarse y soñaban con poder convivir juntos, bajo un mismo cielo.
Y así, entre luces y sombras, el Sol y la Luna siguen danzando entre ellos, observándose desde la distancia, sin apenas poder rozarse, recordándonos que incluso hasta lo que parece imposible encuentra una forma maravillosa de ser.