—Papi, ¿dónde vas?

—Bajo un momento, que se me olvidó una cosa.

—¡Pero si bajas todas las noches!

—Es que me voy haciendo mayor, y siempre se me olvida algo.

—Mientras vuelves, ¿puedo ponerme en la habitación con Mami?

—Sí, pero desde que suba, sales pitando a tu habitación, que mañana tienes cole.

—Mami, ¿por qué baja todas las noches Papi?

—Ya él te contestó.

—Solo me dijo que se le olvidó una cosa, pero no me dijo el qué.

—¿Me guardarías el secreto?

—Claro, Mami.

—Tú sabes que ya los abuelos no están.

—Sí, aunque no los veía mucho, les echo de menos.

—Pues, Papi, cada noche baja a llamarlos por teléfono.

—¿Viven entonces?

—No, pero él también les echa de menos. Y cada noche, cuando se supone que tú deberías estar durmiendo, baja. Y, sentado en la cocina, coge el teléfono fijo y marca el número que tenían los abuelos en su casa. Como aún la compañía de teléfonos no se lo ha puesto a otro abonado, nadie le contesta. Pero él les habla, les cuenta cómo le ha ido el día, y cómo estás tú. Y termina pidiéndoles la bendición, como hacía siempre, y vuelve a la cama.

El niño no preguntó más, ni dijo nada al respecto. Cuando oyó que su padre subía las escaleras, le dio un beso a su madre, se levantó y le esperó en la puerta antes de entrar a su habitación. Sin mediar palabra, le abrazó a la altura de los muslos tan fuerte como pudo, su padre lo cogió, y el niño le dijo al oído:

—Mañana diles que estoy bien, que también les echo de menos, y que no se preocupen, que te cuidaré mucho.