—¡Buenos días! Somos los doctores Simón Quiñones y Constanza Marentes. ¿Es usted Don Alonso de San Clemente? —le preguntó el doctor.

—Sí. ¡Encantado de conocerlos! Entonces, es cierto el rumor de que Sanidad ha obligado al cicatero propietario de esta vieja residencia a contratar médicos, por fin.

—Bueno, el motivo nosotros no lo sabemos, Don Alonso, pero es cierto que este es nuestro primer día, y estamos haciendo una ronda, visitando a todos los residentes para darnos a conocer y que ustedes nos cuenten de su situación, y no tener sólo los datos de los informes que nos han pasado. —le habló de nuevo Simón.

—Pues siéntense si quieren. Aunque, a mí, ya no me queda mucho por aquí —les dijo mientras miraba a través de la ventana.

—No vemos en el informe que esté previsto que se marche —dijo, conciliadora, Constanza, para a continuación, preguntarle: —¿Le gusta ver el paisaje?

—Bueno, es que yo era sordo de nacimiento, y con los avances, finalmente, lograron que pudiera oír. Lo más que me sorprendió es que yo siempre me había hecho a la idea de que, al chocar las nubes, harían mucho ruido. Y, para mi sorpresa, esto no es así. Por eso miro, a ver si, algún día, al final, pasa. En ver las nubes ocupo casi todo mi tiempo, y en agudizar el oído para enterarme de lo que ocurre en la residencia, que aquí sólo hay viejos. Vivo en esta habitación desde hace casi un lustro, en apenas un mes, debería cumplir setenta y siete años. Pero esas velas, no las apagaré.

—Los médicos se miraron, y, de nuevo, Constanza vio en el informe que no había ninguna complicación previsible de su estado. Así que le dijo:

—No se adelante, hombre, que tiene una salud de hierro.

—Señorita, aquí siempre ha habido dos verdades absolutas: la primera, que no hay médico, y, cuando pasa algo, llaman a Emergencias. Ésa ya ha cambiado, ustedes son la prueba. Y la segunda, que si te viene a acompañar Bakeneko, morirás en unas horas.

—¿Bakeneko? —preguntó Simón.

—Sí, es esa preciosa gata bien alimentada, más amarilla que blanca, que está debajo de la cama donde ustedes se han sentado. Se acurrucó ahí esta madrugada y me despertó su ronroneo. ¡Debe ser la única vez que he lamentado poder oír! Los residentes creen que viene a darnos tranquilidad para irnos en paz, pero, para mí, es sólo La Mensajera de la Muerte indicándole a la Parca dónde clavar su guadaña.