Hace unos días, al pasear por la capital sentí una profunda pena. Sí, mucha pena. Pena por el comportamiento incívico de algunas personas. Pensaba que mis ojos me engañaban, pero no, las aceras estaban llenas de enseres domésticos, como si aquel espacio público fuera una propiedad privada. Y aunque lo fuera, algo así no debería consentirse.
Resulta desconcertante observar tanta falta de empatía hacia los demás y hacia el lugar donde vivimos. Antes, estos comportamientos eran excepcionales y se veían en zonas aisladas, pero hoy parecen haberse normalizado. Es momento de decir “basta, hasta aquí”.
Hasta hace no mucho tiempo, esto no ocurría con tanta frecuencia. Siempre existieron vertederos incontrolados en áreas alejadas, pero ahora vemos cómo se crean frente a las propias viviendas, sin el menor rubor. No se trata de no saber qué hacer con los objetos que ya no usamos, sino de una mezcla de comodidad, desinterés y absoluta falta de respeto por el espacio común.
Estos actos no solo afean y contaminan nuestro entorno, sino que también encarecen el servicio público de limpieza, un coste que terminamos pagando entre todos. No es justo que quienes cumplen con las normas sufran las mismas consecuencias que quienes las incumplen.
Por muchos medios que las administraciones puedan poner, y estoy convencido de que pueden y deben hacer aún más, nada será suficiente si no existe un compromiso ciudadano. Esta tierra es de todos, y todos debemos cuidarla. Estamos moral y socialmente obligados a velar por ella, porque no es solo nuestra, lo es también de nuestros hijos y nietos, y no podemos continuar destrozándola.
Afortunadamente, cada día más personas toman conciencia de este grave problema. Cada gesto cuenta, y ver cómo algunos ciudadanos actúan con responsabilidad resulta esperanzador. Sin embargo, aún queda un largo camino por recorrer.
En el fondo, se trata de una cuestión de educación, valores y respeto hacia nuestro entorno. Los esfuerzos deben centrarse en formar a las nuevas generaciones, inculcándoles desde temprana edad el amor por lo común, el sentido de pertenencia y la convicción de que lo público también nos pertenece. Cuando una sociedad comprende que lo compartido se cuida entre todos, el cambio se vuelve posible y duradero.
El problema no se limita a la suciedad visible o al deterioro del entorno urbano. Tiene consecuencias ambientales graves, los objetos abandonados obstruyen desagües, contaminan el suelo y atraen plagas. Además, los servicios municipales deben redoblar esfuerzos y recursos para paliar los daños, lo que supone un sobrecoste que recae sobre toda la comunidad. Los actos incívicos, en definitiva, perjudican tanto al entorno como al bienestar colectivo.
Quizás la mejor forma de revertir estos comportamientos sea el rechazo social hacia quienes los practican, haciéndoles ver que su actitud no tiene cabida en una comunidad que se respeta. Pero el verdadero cambio nacerá de la educación en los hogares, del ejemplo cotidiano y del compromiso personal por cuidar lo que es de todos.
Hace unos días, viví una experiencia que me reafirmó en esta convicción. Vi a varios ciudadanos depositando enseres domésticos en un lugar y momento no autorizados. No pude permanecer en silencio y les invité a recoger lo que habían arrojado. Tras una breve conversación, comprendieron su error y rectificaron, llevando los objetos al punto limpio. Ese gesto me llenó de satisfacción y esperanza, demuestra que cambiar actitudes es posible.
Todavía estamos a tiempo de recuperar el respeto, la responsabilidad y el orgullo por el lugar donde vivimos. Si cada uno aporta su parte, mantendremos nuestras calles, barrios y pueblos como realmente merecen.
Aún podemos recuperar la sensibilidad perdida y demostrar que la educación, el diálogo y el ejemplo cotidiano son las herramientas más poderosas para convivir mejor con nuestro entorno. El cambio empieza con algo tan sencillo como mirar a nuestro alrededor y decidir actuar con conciencia.
Juan Jiménez Suárez
Concejal de Vías, Obras e Infraestructuras
Ayuntamiento de Santa María de Guía


