Es mañana todo Guía olía a tierra mojada, a queso curado, a gofio tostado. El cielo, completamente encapotado, apenas dejaba pasar la luz entre los tejados de las casas del casco antiguo. El silencio, típico de aquellas horas, solo lo interrumpía el murmullo de los feligreses en la iglesia.
La inspectora Adara San Martín, recién trasladada al norte de Gran Canaria desde su comisaría en Madrid, aún no se acostumbraba a la quietud de aquel pueblo que parecía detenido en el tiempo. Ella venía de una ciudad llena de ruido, gente, sirenas y humo. Allí, el crimen era un grito. Aquí, un susurro.
—Nos acaban de informar de que José Luján Pérez ha desaparecido —dijo el subinspector Molina—. La última vez que desapareció alguien del pueblo fue hace más de veinticinco años.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecido?
—Tres días. Es un escultor muy famoso de la zona. Vive solo. Un vecino echó de menos la música que solía poner cada tarde para trabajar y fue a buscarlo. La puerta estaba cerrada, había cigarro encendido, pero ni rastro de él.
Adara se ajustó la corbata. Algo no le cuadraba. En los pueblos pequeños, la gente desaparece sólo por dos razones: porque quiere… o porque alguien más quiere que desaparezca.
Llegaron a la casa, situada en pleno centro, al mediodía. Un libro abierto sobre la mesa, la radio sintonizada en Radio Gáldar, el cigarrillo consumido y una taza de café medio llena. La puerta trasera daba al pequeño patio donde José secaba sus esculturas al sol. Todo parecía en orden, salvo un detalle: huellas de gofio cubrían el suelo del salón, formando un camino que terminaba junto a la puerta trasera.
—¿Ves esto? —señaló Adara.
—Gofio derramado. ¿Y qué? Aquí todo el mundo lo consume con “lechita” por las mañanas.
—¿Por qué habrían huellas de gofio aquí si el molino está en Becerril?
Esa noche, la inspectora no durmió. Algo le decía que la respuesta no estaba en Becerril, sino en el viejo molino, el del barranco, que había sido abandonado hacía más de una década.
Al día siguiente, cansada de esperar por su compañero, bajó sola hasta el barranco. El molino estaba casi todo engarbujado de matos, tuneras y óxido. Dentro, el aire estaba enrarecido. Un olor agrio y fuerte, como a queso viejo, impregnaba las piedras. Caminó con cuidado hasta la pared del fondo y entonces lo vio: una trampilla mal cerrada bajo un saco de trigo.
La abrió con esfuerzo y dentro, encontró a José. Estaba sucio y aparentaba estar deshidratado, pero vivo.
—Caballero… —susurró, aliviada.
—Me encerraron… —balbuceó él, con los labios resecos—. Mi vecino… quiere quedarse con mis obras de arte…
La historia se destapó como un queso mal curado. Una disputa antigua por unos metros de parcela, celos, ambición. El vecino, el mismo que acudió a comisaría a denunciar su desaparición, había planeado golpearlo para robarle, pero algo salió mal y prefirió hacerlo pasar por desaparecido. Pero el gofio, ese polvo traicionero que había desayunado esa mañana, dejó un rastro que sólo alguien que prestara atención a los pequeños detalles podría seguir.
José se recuperó. El vecino fue detenido. Magazine NorteGC se hizo eco de la noticia, y la inspectora Adara, con una taza de café en la mano sentada en la terraza del Bar El Casino, miró hacia la iglesia y pensó que, tal vez, en Guía, el crimen no gritaba… pero siempre terminaba hablando.