La isla sumergida por Olga Valiente

Al bajar del barco, sentí su recibimiento como un puñetazo de calor en el rostro. No pisaba aquella tierra desde que era pequeña, hacía ya unos 30 años y, pese a todo, algo dentro de mí aun reconocía el olor del mar rancio y sucio y el aroma a tierra que traía el viento procedente de los caminos sin asfaltar que subían desde el puerto.

Hacía una semana que mi abuela nos dejó y, aunque siempre dije que no volvería a pisar aquella isla, allí estaba: con la mochila cargada de recuerdos a la espalda y un sentimiento molesto de añoranza en el corazón.

La cara en la que vivía era más pequeña de lo que recordaba de pequeña, lo que antes me parecía enorme ahora no era más que una minúscula hacienda en medio de la nada. Sus contraventanas colgaban torcidas, la pintura estaba desgastada y el patio, donde me gustaba correr de pequeña y jugar al escondite con mis primos, ahora lucía sucio y abandonado, lleno de matojos secos.

La primera noche en la casa no pude dormir. La segunda, tampoco. Y la tercera, encontré la caja o, más bien, ella me encontró a mí.

Había caído desde lo alto de uno de los armarios del desván mientras hacía limpieza. Estaba oxidada y envuelta en polvo y telarañas. Dentro, cuidadosamente ordenadas y apiladas, había cartas escritas en 1952 y fotografías desgastadas de mi madre, abrazando a un hombre que no era mi padre, junto a una llave.

Esa noche la pasé leyendo todas y cada una de ellas, descubriendo una parte de la historia desconocida hasta ahora: un amor prohibido entre mi madre y un pescador local, un escándalo que casi destruye a la familia y la triste decisión final de renunciar a él por mantener las apariencias.

“La isla sumergida” de la que hablaba en las cartas no era un lugar imaginario, sino un caserío viejo que se inundó tras la construcción del embalse donde, según recuerda en palabras de su abuela, “quedó enterrada toda la historia familiar”.

No podía irme de allí sin encontrar aquel lugar, ya tendría ocasión de visitar a mi madre en el psiquiátrico y preguntarle por su juventud. Así que, alquilé una barca pequeña y remé hasta el centro del embalse. Pasé horas allí sentada, sola, en mitad de la nada, dejándome llevar por las emociones que traía el viento hasta que, empecé a distinguir bajo la superficie lo que parecía ser restos de una azotea.

Bajo el agua dormían los fantasmas del pasado de la familia, secretos inconfesables que se borraron con el agua. Una ráfaga de aire me recordó por qué me dolía tanto el alma y el corazón cuando visitaba la isla y entendí que ya no podía seguir huyendo. La isla, mi isla, estaba dentro de mí, la llevaba en la sangre, en mi memoria, en mi piel, en las heridas que tanto me costó sanar.

Al llegar a casa encendí todas las luces, no para huir de la oscuridad, sino para hacerle entender que había vuelto para devolverle la vida que siempre tuvo y hacerle justicia.

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