Hay quienes dicen que los sueños habitan en algún lugar etéreo, flotando allí donde el inconsciente reconoce los susurros de nuestra alma. Dicen también que, a veces, se disfrazan de deseos imposibles, recuerdos inventados o mensajes que se presentan justo a tiempo.
Yo lo supe con certeza la primera vez que soñé con aquella casa blanca situada al borde del acantilado. No conocía el lugar o, al menos, no lo recordaba y, sin embargo, todo me resultaba familiar: el sonido de las gaviotas, el olor a salitre, el viento en la cara, el crujir de la madera del porche bajo mis pies… había estado allí. Lo que no sabía era cuándo.
Soñé con la casa durante varias semanas y cada noche se repetía la misma escena, una y otra vez: una niña de pelo ondulado de espaldas mirando al mar, abrazada a una manta roja de cuadros, el viento ondeando su cabello y su vestido de color verde, una leve y tranquila melodía que parecía susurrada por las olas al chocar con las rocas.
Al despertar, me sentía triste y nostálgica, como si alguna vez, en otra vida quizá, hubiese estado allí, y mi corazón lo añorase, como si dejara algo atrás cada vez que abría los ojos.
Una noche, en uno de esos sueños, la niña se giró. Tenía mis ojos, mis pecas, mi sonrisa.
Y entonces comprendí. Aquella no era una casa cualquiera, ni tampoco una escena casual o aleatoria. Era parte de mí, un fragmento de mí misma, un recuerdo perdido en algún lugar de mi alma que mi mente rescataba de manera insistente para recordarme quién era y de dónde venía antes de que aparecieran el miedo, el deber, las obligaciones… Para recordarme la niña inocente y alegre que era antes de crecer y silenciar mis verdaderos anhelos.
Desde ese momento entendí que debía hacer lo que más deseaba y tanto bien me hacía: escribir. Y lo hice.
Empecé escribiendo sobre esos sueños, pero, no para interpretarlos, sino para no olvidarlos ni olvidarme nunca más de mí misma porque allí, además de mensajes de mi subconsciente y de mi alma, había guías alumbrándome el camino. Faros que alumbraban lo que había quedado oculto tras las sombras y me ayudaban a seguir andando.
Y gracias a ellos, en aquellos momentos entre la noche y el despertar, en el maravilloso mundo de los sueños, volví a encontrarme.