Lo conocí en la feria. Su voz en mi oído parecía hipnotizarme; sus ojos, negros como el abismo más profundo. “¿De qué tienes miedo?”, me preguntó. Mi piel erizada fue la única respuesta. Y entonces, sentí sus labios en mi cuello. Su mordisco: lento, suave y helado. El mundo se volvió negro, pero desperté más viva que nunca. La sed, como necesidad imperiosa de mi no alma, me consumía. Aún recuerdo aquel instante y me pregunto si le temía a él tanto como a mí ahora mismo.