Cada año se adelanta un poco más ese instante en el que las ciudades, como por arte de una varita invisible, se cubren de luces, guirnaldas y melodías repetidas. Lo que antes era un ritual que anunciaba oficialmente la llegada de diciembre, hoy se ha convertido en una carrera por ver quién enciende primero… aunque todavía quede medio otoño por delante.
A simple vista, parece un gesto inocente: iluminar las calles para fomentar la ilusión, atraer visitantes y “crear ambiente”. Pero bajo esa capa de brillo se esconde un mensaje mucho más calculado: cuanto antes empiece la Navidad, antes empieza la temporada de consumo.
El encendido prematuro no nace de una emoción colectiva, sino de un interés perfectamente medido. Convertir noviembre —e incluso octubre— en una antesala navideña permite alargar el tiempo de compras, multiplicar las campañas, activar el anhelo artificial de que “ya toca” gastar. Y así, sin darnos cuenta, las luces dejan de ser un símbolo para transformarse en una llamada constante a la cartera.
La verdadera ironía es que este adelanto no responde a un deseo del ciudadano, sino a una estrategia que moldea la percepción del tiempo. Nos empuja a pensar que necesitamos más adornos, más regalos, más planes… cuando, en realidad, se trata de una necesidad creada, alimentada por la repetición visual y emocional de un ambiente festivo impuesto.
La Navidad debería comenzar cuando llega a nuestro corazón, no cuando la agenda comercial decide encenderla. De lo contrario, corremos el riesgo de perder su esencia entre descuentos, urgencias inventadas y luces que, lejos de iluminar, ciegan.
Quizá haya llegado el momento de preguntarnos si queremos seguir celebrando unas fiestas que empiezan demasiado pronto… o si preferimos recuperar la magia genuina, esa que no depende de bombillas encendidas, sino de momentos compartidos. Porque mientras las calles brillan antes de tiempo, la autenticidad corre el riesgo de quedarse a oscuras.


