El Bosque de Tara

Aún con el corazón latiendo con fuerza, Elena decidió que era hora de encontrar las respuestas que tanto tiempo llevaba buscando. Recordó que el barranco de Tara, un lugar envuelto en misterio desde hacía muchos años, había sido el escenario de cientos de historias sobre rituales y magia. Allí, entre las cuevas volcánicas del lugar, se decía que el aquelarre de brujas más poderoso de la isla se había reunido antes de ser traicionado y entregadas todas a la Inquisición.

Una noche, armada con una linterna pequeña y su inseparable grimorio, se adentró sola en el barranco. La luna llena iluminaba el paisaje rocoso a cada paso que daba, y el viento traía consigo un murmullo inquietante, casi humano. Caminó durante horas, guiada por un instinto que no comprendía del todo, pero que siempre había sentido, hasta que llegó a la famosa cueva, oculta tras unos arbustos secos y enormes. Dentro, encontró un altar cubierto de polvo, con restos de velas derretidas y un cuenco de piedra.

Elena se arrodilló frente al altar y, casi sin darse cuenta, comenzó a recitar uno de los conjuros de su libro. Las palabras fluyeron de sus labios como si siempre hubieran estado allí, esperando ser pronunciadas. Entonces, el aire se volvió denso, y una figura comenzó a materializarse ante ella: una mujer de cabellos largos y oscuros, con ojos que parecían pozos sin fondo. Era Ana de Tara.

—Eres la última —dijo la figura con una voz profunda y antigua—. Nuestra sangre sigue viva en ti. Has venido a reclamar lo que siempre nos arrebataron.

Elena intentó hablar, pero no pudo. Una fuerza invisible la mantenía inmóvil mientras veía cómo Ana extendía una mano espectral hacia ella. En ese instante, la joven sintió una oleada de poder recorrer su cuerpo, una energía primitiva que le mostró imágenes de su pasado: mujeres quemadas en la hoguera, manos atadas, gritos en la noche… y entre ellas, Ana, liderando el aquelarre con valentía hasta su último aliento.

 

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