El duende que guardaba los silencios

El duende que guardaba los silencios

Cada noche, desde que llegaba diciembre, cuando las calles de Santa María de Guía se quedaban en silencio y en el aire solo quedaban restos del murmullo del viento y el olor a castañas, un pequeño duende se asomaba a las ventanas sin que nadie lo viera. Vestía de verde y de rojo, y llevaba campanillas que tintineaban, pero nadie oía porque el traje estaba cosido con hilo silencioso. Y sus ojos…sus ojos brillaban más que el reflejo de la luna sobre el mar en calma de Roque Prieto.

Su nombre era Otilio y tenía una misión completamente diferente a la de los otros duendes de la Navidad: el no repartía regalos. Él repartía paz.

Siempre que aparecía, lo hacía en los hogares de quienes no podían dormir debido a que sus pensamientos pesaban demasiado. Empujaba con suavidad el cristal y dejaba sobre la almohada un puñadito de luz. Algo así como un suspiro mágico que aliviaba las penas.

Una noche, Otilio se detuvo en una casa pequeña, situada en la calle de San Juan. Una casa en la que la tristeza llevaba ya varios días encaramada a la puerta. Dentro vivía María, una mujer que hacía ya unos años había dejado de celebrar la Navidad. No por falta de ganas, sino porque el corazón se le había encogido después de demasiados inviernos infelices.

Otilio se coló por su ventana y encontró a María en el suelo, entre cajas de adornos que era incapaz de abrir. La observó unos segundos, en silencio: estaba temblando y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Se acercó y dejó junto a ella una luz brillante y hermosa. María no la vio, pero la sintió: cálida, casi tímida, en el centro de su pecho.

—Inténtalo María. Abre solo una —le susurró, a sabiendas de que los humanos rara vez escuchaban a los duendes.

María abrió una de las cajas, la más pequeña. Encontró una estrella vieja, descolorida pero intacta. La miró y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

—Solo una —repitió ella.

Esa noche, armó el viejo árbol y colocó la estrella en lo más alto. No era perfecto, pues llevaba muchos años guardado, pero era suyo. Y la luz de la estrella, aunque pasara desapercibida, le bastó para iluminar la habitación.

Otilio observó el cambio: ya no había tristeza aferrada a la puerta.

Antes de irse, el duende dejó otra chispa de luz sobre el árbol, suficiente para que María, al despertar, sintiera la ilusión de volver a creer en los comienzos.

Y así, siguió su camino, de casa en casa, de ventana en ventana, dejando silencios que curaban y luces que brillaban. Porque, como bien saben, algunos duendes no traen regalos, sino recuerdos que alguna vez se olvidaron… pero siguen dentro de nosotros.

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