Dicen que todos estamos conectados por un hilo que no se ve, pero que vibra cuando nuestras almas se reconocen.
Y así lo sentí yo desde niña.
No veía fantasmas, tampoco escuchaba voces, pero a veces, cuando algo importante iba a suceder, un leve cosquilleo en la nuca me lo advertía. Así que aprendí a entender la vida a través de las señales.
Mi abuela siempre me decía que el alma nunca muere, sólo cambia de lugar. Así como el amor nunca se va, sino se transforma. Por eso, cuando ella me dejó, no derramé lágrimas de tristeza, sino de alegría. Por fin su alma alcanzaba la libertad que tanto merecía y podía volver a comenzar otra vida.
Lloré después, con el tiempo, cuando mi mundo se volvió todo ruido y caos y ella ya no estaba. Lo único que me quedaban ya era recuerdos: el olor de su perfume, el último bote de su crema de manos, su collar favorito, su libro de recetas.
Durante meses, cada vez que me iba a la cama, escuchaba el tintineo del móvil de viento que colgaba junto a mi ventana. Nadie lo tocaba, dentro de casa no había viento que lo moviera y, sin embargo, sonaban suaves como si alguien las acariciara.
Mi intuición, y mi cosquilleo en la nuca, me decía que era ella deseándome buenas noches.
Una noche de verano de luna llena, incapaz de dormir debido al calor, encendí una vela blanca y me senté junto a la ventana.
—Abuela, si de verdad estás ahí, hazme una señal.
La llama de la vela titiló y en el reflejo de la ventana pude ver la hora que marcaba el reloj digital: 22:22.
Sin duda, era ella. Fueron muchas veces que me habló del significado de las horas y esa era una hora portal, un recordatorio de que todo está bien, todo está alineado.
Al día siguiente salí a caminar por donde solíamos ir las dos a recoger flores secas que ella solía utilizar para decorar y una mariposa blanca se posó sobre mi hombro. No se movió, no se asustó. Solo se mantuvo allí, quieta, acompañándome, hasta que el viento la hizo volver a volar dejando en la brisa el eco de su voz llamándome.
Sonreí al pensar las maneras que tenía de decirme que estaba allí, conmigo.
Desde entonces no he vuelto a ser la misma. Me volví más atenta y sensible a las señales, empecé a conectar más conmigo misma, aprendí a canalizar mensajes del más allá y, con todo eso, me dediqué a ayudar a los demás. A los que aún necesitan respuestas para poder seguir con la vida después de la pérdida de un ser querido.
Gracias a eso puse nombre a mi cuaderno: “El hilo invisible”. En él anoto cada coincidencia, cada sincronicidad, cada secreto que el universo me susurra al oído. Y cuando me siento abrumada, llena de dudas o perdida en algún punto cierro los ojos, respiro, imagino ese hilo rojo que ella decía que nos mantenía siempre conectadas y le pido que me muestre el camino.
Una llamada inesperada, un libro abierto por una página exacta, una canción que me transmite una emoción determinada, un desconocido que me dice justo lo que necesito oír.
Y ahora comprendo que la espiritualidad no es un don, y tampoco un castigo, ni siquiera un poder reservado tan solo para unos pocos. Es una forma de estar en el mundo, de escuchar lo que no se dice, de mirar más allá de lo visible a los ojos. Y sobre todo entiendo que el hilo que nos une a quienes un día decidieron vivir este viaje con nosotros, nunca se rompe.