Mi hospital, a cierta hora, se convierte casi en otro mundo: uno paralelo donde suceden cosas que nunca nadie me creería.
Aquel turno no fue el primero, pero tampoco el último. El reloj del office marcaba las tres de la madrugada, y el silencio invadía cada rincón siendo interrumpido únicamente por el zumbido eléctrico de las máquinas, las luces del techo y el eco lejano de algún carro de limpieza.
Y allí estaba yo: sentada en la camilla, con la mascarilla aun puesta cubriéndome el rostro, la mirada perdida en el suelo y el cansancio marcado en mi rostro. Ya no aguantaba más el peso de la noche sobre mis hombros. Llevaba varias horas de guardia y lo que mantenía despierta no era el café, sino las historias que vivía y repetía cada noche, acumuladas todas en cada uno de los pasillos del enorme hospital.
Estos pasillos, azules y desgastados, habían visto las dos caras de una misma moneda: la vida cuando llega y también cuando se va. En ellos se habían sujetado miles de manos temblorosas, se habían dado buenas y malas noticias, se habían cobijado a quienes celebraban entre abrazos y se rompían entre sollozos. Muchas esperanzas, cientos de secretos y palabras que ocultaban la verdad evitando herir.
En mi bolsillo, mi cuaderno de notas favorito esperaba a ser consultado hasta que un movimiento captó mi atención. En el extremo del pasillo, junto a la puerta entreabierta de la sala de aislamiento y los ascensores con conexión directa a quirófano, había un hombre vestido con una bata blanca. Llevaba el cabello recogido bajo un gorro, las manos en los bolsillos y caminaba lentamente hacia mí. No hacía ruido, sus pasos no se escuchaban, pero no dejaba de avanzar.
Restregué mis ojos en un intento de ver con mayor claridad de quién se trataba pero, él ya no estaba allí.
Mi corazón entró en modo defensa, la piel erizada me avisaba de que algo no iba bien y mis sentidos despertaron de golpe. No era la vez que me sucedía algo así. Desde hacía ya algún tiempo, cuando todo se quedaba en penumbra, y el ritmo frenético de los días se atenuaba, sentía que las paredes dejaban salir las que, hasta ese momento, habían sido solo presencias invisibles. Pacientes que nunca se fueron del todo.
Saqué mi cuaderno de notas y escribí:
“Una noche más, en este enorme y solitario pasillo, la vida y la muerte se dan la mano en silencio. Y yo vuelvo a ser testigo de ello.”