La hoguera de los deseos

Decían los antiguos que la noche de San Juan no pertenece al calendario. Que es un hueco en el tiempo, un suspiro entre dos estaciones, donde todo lo imposible se vuelve probable y lo invisible, palpable.

Yair lo sabía. Lo había escuchado desde niño, entre susurros de mujeres mayores que hablaban de Litha, el solsticio, la noche donde el velo entre mundos se afinaba como una membrana húmeda de mar.

Ese 23 de junio, el cielo sobre Las Canteras ardía en tonos naranjas y violetas. Las hogueras empezaban a alzarse como lenguas de fuego en la arena, y la marea traía el eco de tambores y risas. Pero él caminaba solo, con un papel doblado entre los dedos: una petición, una promesa o tal vez un grito de auxilio.

Había leído sobre rituales antiguos: flores en el pelo, saltos sobre llamas, baños en el mar a medianoche. Pero esta vez no buscaba un espectáculo. Buscaba respuestas.

—¿Vas a saltarla o a hablarle? —le preguntó una voz.

Se volvió. Una mujer de unos treinta, ojos verdes y cabello trenzado con hierbas de ruda y lavanda, lo observaba con una sonrisa traviesa.

—¿Hablarle a quién? —preguntó, medio desconcertado.

—A la hoguera. Esta noche escucha. No es fuego común. Es fuego viejo. —Ella se agachó y arrojó algo: una ramita de laurel, un papel doblado como el suyo, y una piedra negra. Luego murmuró algo en una lengua que no era español—. Estoy celebrando Litha —dijo—. La energía del sol, el poder del renacimiento.

Él dudó. Pero se arrodilló también. Respiró hondo. Cerró los ojos. Y lanzó su papel al fuego.

“Quiero encontrarme”, había escrito. No era mucho, pero era verdad.

La llama pareció estirarse, como si reconociera el peso del deseo. Una ráfaga de aire cálido lo envolvió, y durante un instante, todo el ruido se desvaneció: el mar, la música, la gente. Solo quedaba el crujido del fuego y el sonido de su propia respiración.

—Ya está —susurró la mujer—. El sol te ha escuchado. Esta noche los deseos no se piden, se siembran. Lo que crezca dependerá de ti.

Luego se fue caminando descalza hacia la orilla, donde otros encendían velas flotantes que bailaban sobre las olas.

Yair se quedó unos segundos más. Miró sus manos vacías y sonrió. Algo en su interior se había alineado. No era magia de espectáculo. Era algo más sutil, más íntimo.

Mientras caminaba hacia el mar, dejó atrás la sombra de quien había sido.
Esa noche, entre fuego y sal, empezó a encontrarse.

 

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