Toda la sala estaba en penumbra, lo único que iluminaba la mesa era el titilar de un vela… negra. La médium, como siempre en cada una de sus sesiones, tenía las manos colocadas sobre el planchette de la ouija, los ojos cerrados y respiraba de manera pausada y profunda.
Ya había perdido la cuenta del número de veces que había hecho aquello, pero esa noche la sensación que le recorría el cuerpo y se le instalaba en la nuca era diferente. Notaba el aire más pesado, más denso, como si el espíritu, antes incluso de dar inicio a la sesión, ya la estuviera esperando impaciente al otro lado.
Bajo sus dedos, la planchette comenzó a moverse, y las letras empezaron a cobrar vida. Al principio de manera lenta, pero después urgentes, deletreando un nombre que le heló la sangre: Heriberto. Lo recordaba bastante bien: era el niño que había desaparecido hacía ya un año sin dejar rastro y por el que tantas veces le había preguntado su tía, amiga suya desde la infancia.
—¿De verdad eres tú?— susurró.
El planchette respondió bruscamente: sí.
Y entonces, se sucedieron las frases largas, encadenadas unas con otras, casi con desesperación. El espíritu de Heriberto le contó el lugar exacto en el que se encontraba su cuerpo, ya en descomposición, enterrado bajo el viejo puente; quién lo había llevado hasta allí, aquel vecino suyo al que todos consideraban intachable; cómo había sido engañado, con la promesa de sus golosinas favoritas; y, sobre todo, por qué él.
No pudo evitarlo y comenzó a llorar. Había visto y oído muchos tipos de espíritus durante sus años como médium, pero jamás se había encontrado con uno tan pequeño que hablara con tanta claridad y le provocara tanto dolor.
A la mañana siguiente, acudió a la comisaría nada más levantarse a sabiendas de que nadie la creería. El inspector de homicidios la miró con recelo cuando le contó a qué se dedicaba, pero la precisión de los detalles y la emoción que la embargaba le obligó a comprobarlo. Encontraron el cuerpo en el mismo lugar que ella describió y, junto a él, pruebas que señalaban al vecino que había señalado.
La prensa lo llamó “milagro”, pero la policía sabía que aquello había sido algo más misterioso. Nadie lo admitió en voz alta pero, pese a ello, la contrataron como “informadora profesional” llevándola con ellos en cada uno de los casos en que era necesaria su presencia. Aquella mujer era capaz de abrir puertas donde otros solo veían paredes de hormigón, y no podían desaprovecharla.
Cada noche, desde aquel día, la médium encendía una velita en honor a Heriberto siempre que llegaba a casa. No podía devolverle la vida, pero había cumplido con él contando su verdad. Y ahora, más que nunca, apreciaba su don. Ya no solo se dedicaba a ayudar a las personas que acudían a ella en busca de respuestas, sino que también proporcionaba un puente entre la justicia de los vivos y la voz silenciada de los muertos.