Así era Wendy, de aspecto infantil, con cabellos rosados y suaves como hilos de seda y unos grandes y curiosos que miraban con ganas de aprender. Todos la conocían por su sonrisa, decían que era la más luminosa del lugar y que, hasta incluso, podía encender con ellos viejos faroles apagados. Su sonrisa se escuchaba en cada calle del pueblo y con ella hacía que los demás olvidasen sus penas.
A su lado siempre estaba su mejor amigo: Tolo, un perrito pequeño, inquieto, peludo y de orejas juguetonas que extendía al correr, pareciendo que volaba. Nunca nadie supo de dónde y cuándo apareció Tolo, pues nunca nadie lo vio perdido por las calles y no conocían quién hubiera tenido perro antes. Simplemente, un día Wendy lo encontró junto a su puerta al llegar de la escuela. Como si hubiese estado allí, inmóvil, esperándola. Y desde entonces, se volvieron inseparables.
Lo curioso, era lo que Wendy iba contando a los habitantes del pueblo: decía que en el único bolsillo de su camiseta guardaba la mayor de sus sonrisas, esperando a salir delante de quien más la necesitara. Era invisible, nadie la podía ver, excepto ella, que la guardaba con cuidado junto a su corazón. A veces, cuando notaba que alguien estaba triste, le gustaba meter la mano en el bolsillo y ofrecer un poquito, pero solo un poquito, de su sonrisa, como quien reparte caramelos a los niños en la cabalgata de navidad.
—Mi sonrisa nunca se acaba —le explicaba a su perro mientras acariciaba sus orejas—. Al contrario, cuanto más la comparto, más crece.
Tolo movía la cola dando a entender que la entendía.
Una mañana de invierno, el cielo amaneció completamente encapotado, repleto de unas nubes tan densas que no dejaban asomar la luz, dejando las calles del pueblo sumida en la oscuridad. Ese día nadie quería salir de sus casas, andaban tristes y cabizbajos mirando tras el cristal de las ventanas, sin un atisbo de sonrisa en el rostro. Wendy no podía soportar tanta tristeza y no estaba segura de que su sonrisa mágica alcanzara para todo el pueblo pero, aún así, respiró profundo, metió la mano en su bolsillo y, con una amplia sonrisa, comenzó a arrancar pedacitos invisibles de su sonrisa imaginaria.
Anduvo durante un rato visitando cada casa de cada calle, llamando a las puertas de los vecinos, repartiendo sonrisas limpias y brillantes, iluminando cada rincón del lugar.
Rápidamente el eco de su alegría empezó a rebotar en las paredes contagiando a todo aquel que se topaba con ella, mientras que su perrito la acompañaba saltando y ladrando loco de contento por saberse parte de ese intento de salvar al mundo. Poco a poco, las nubes comenzaron a disiparse, y donde antes había oscuridad, apareció un cielo azul tan claro que todos levantaron la cabeza y suspiraron de alivio.
Esa noche, mientras la niña abrazaba a su perro y miraba las estrellas, susurró:
—Prometamos que nunca dejaremos de reír, porque el mundo necesita más luces como la nuestra.
El perro apoyó su hocico en su regazo, y justo entonces una estrella fugaz cruzó el cielo. Algunos dicen que aquella estrella era la prueba de que el universo había escuchado su promesa.
Desde entonces, cada vez que un niño ríe de verdad, un brillo nuevo aparece en el firmamento, recordándonos que la risa de los inocentes es la magia más poderosa que existe.