Nadie sospechó de Andrés cuando Clara desapareció. Él era el cartero del barrio: siempre sonriente, siempre puntual, siempre invisible.
Cuando preguntaban, decía no haber visto nada. Solo cartas. Solo paquetes. Solo las rutinas de siempre. Pero en su casa, en la pared del sótano, Clara seguía escribiendo.
Andrés había convertido aquel sótano en una jaula silenciosa. Cada mañana, le entregaba a Clara una postal blanca y un bolígrafo. —Escribe a quién quieras —susurraba—. Diles que estás bien.
Ella obedecía. ¿Qué otra opción tenía? Las postales salían del sótano y Andrés las dejaba en el buzón más cercano. Familiares, amigos, nadie dudaba de su caligrafía, de sus mensajes breves pero tranquilizadores.
Hasta que una tarde Clara escribió algo que no estaba permitido: «Sigo atrapada. Ayúdame. M.»
La postal nunca llegó a su destino. Andrés la encontró antes, la leyó en silencio y, sin una palabra, bajó al sótano.
Cuando la policía finalmente entró en su casa, encontraron cientos de postales apiladas. Todas decían lo mismo: «Estoy bien. No me busquéis.»
Salvo una, arrugada y manchada de sangre, que aún conservaba la letra temblorosa de Clara.
«No me olvidéis.»